Conspiración de silencio

Conspiración de silencio

Aga Antczak

22/02/2019

Mi ciudad fue quemada en 1944. Con ella muchos niños, madres, señores mayores con gafas y abuelas con piernas hinchadas por el calor. Niñas pequeñas con calcetines blancos y sandalias. Chicos jóvenes y hombres de la edad de mi marido. Ellos incluso se consideraban soldados, pero muchos de ellos eran niños imberbes con uniforme improvisado y chicas que apenas llevaban sujetador. Pequeños cuerpos con grandes ideas. Tenían en las manos una granada o una botella con gasolina. Luchaban heroicamente y morían en las alcantarillas. Como ratas. Otros ni siquiera lucharon. Simplemente vivían en la ciudad que estalló en llamas. Ciento cincuenta mil civiles abatidos. O más. Imposible definir la cifra exacta. Cuerpos sobre cuerpos. Doce toneladas de cenizas de cadáveres quemados. Una ciudad de un millón de personas convertida en polvo. No quedó nada.

Y siempre las mismas preguntas: ¿Tuvieron que morir? De esta forma? ¿Era necesario? Ninguna filosofía me dará respuesta. Ninguna religión. Y sin embargo la busco.

Siempre pienso que todo ocurre por algo. Cualquier tropezón o la tragedia más grande. Un examen fracasado, un desamor, una enfermedad, una guerra. Busco la lógica en un mundo que a veces nos expone a las pruebas más absurdas. Incluso la muerte tiene que tener alguna lógica. ¿Cuál?

En la ciudad quemada mi bisabuela perdió cuatro de sus hijos y las cuatro paredes de su casa. Sobrevivió solo mi abuela. Tenía siete años. No era una heroína, pero gracias a su no-heroísmo pude nacer yo en la misma ciudad, en las mismas ruinas, también en verano, treinta años después. La ciudad resurgió de sus cenizas. Reconstruyeron las calles. Alzaron nuevas iglesias. La levantaron piedra a piedra. Claro que se puede reconstruir una ciudad, darle vida pero estas niñas con calcetines sucios de polvo y salpicados de sangre no se levantarán, no correrán más.

Ahora miro los calcetines de mi hija y me pregunto si sus pies andaban aquellos días por aquellas ruinas. Si su cuerpo estaba allí entre otros cuerpos ejecutados un día de verano en el patio del edificio donde vivía.

Miro como duerme mi hijo. Respira tranquilamente. Sin miedo. Pero ¿tuvo miedo? ¿Lloraba aquellos días de verano, lejos de su mamá que le escribía cartas desesperadas pidiéndole que duerma y coma algo dentro de la ciudad que se quemaba?

Cada niño es un don. Es un milagro arrancado al ritmo cruel de la vida y de la muerte. Miro a mis hijos y sé que tuvieron que morir algún día para poder nacer de nuevo. Para volver. Conmigo. Todos somos madres e hijos adoptivos. Me imagino cómo sufrían aquellas mujeres cuando vieron los cuerpos de sus hijos medio quemados y otras que ni siquiera pudieron verlos, desaparecidos para siempre. Me gustaría abrazarlas y decirles que sus hijos están bien, que duermen tranquilamente en mi casa, en sus nuevas camas que inexplicablemente se parecen a las suyas. Los niños se ven felices. Quizás yo también me parezco a sus madres. Quizás les canto las mismas nanas. Pero no puedo contactar con ellas. Reglas adoptivas. Ellas ya no sufren. Quizás beben o bailan en sus nuevas vidas. Quizás tienen otros hijos. No es que olvidaran, simplemente no lo recuerdan. No tenemos estas memorias. Nacemos de nuevo. Desnudos y libres. Empezamos nuevas vidas, hacemos nuevos viajes sin equipajes del pasado. Concepto romántico de Goethe. Morir para vivir de nuevo.

No queremos hablar de la muerte. No queremos ni siquiera pensar en ella. Es una conspiración de silencio. Estamos demasiado atados a la vida incluso cuando nos trata mal. Somos hijos de Spinoza. Pensamos sobre la vida, no sobre la muerte. Yo soy hija de Montaigne. Nieta de Séneca. Pienso en la muerte, vivo con ella. Aunque soy joven, en plena salud y feliz. Todos los que quiero viven, incluso mi ciudad respira de nuevo, sin embargo cuando piso sus aceras me siento caminar sobre las tumbas. Cuando nació mi hija quise tener otro niño. No porque es bueno que tenga un hermano, sino por si muriera… Dos tampoco es mucho. Mi bisabuela tuvo cinco. Madres previsoras. Tenemos que pensar en todo. Que no falte nada. Pan para la cena, pañales, niños. Siempre mejor tener un poco más. Por si viene la vecina a pedir prestado azúcar o huevos. Por si te queman la ciudad y tus cuatro hijos dentro. Tengo la previsión de mi bisabuela. Dicen que estoy loca, pero la locura sería no pensar en la muerte solo porque somos jóvenes. Ella me acompaña, no todos los días, sólo a menudo. Sobre todo cuando estoy sola. Intento amansarla, conocerla mejor, dejarle entrar en mi percepción como algo bueno, natural, benévolo. Aún no lo conseguí.

Hace dos días murió el hijo de nuestra vecina. A la que siempre se le acababa el azúcar o huevos. No era una mujer precavida. Era su único hijo. Tenía cuatro años. Sus calcetines eran pequeños, con dibujos, un poco más grandes que los de mi hijo. Me imagino que es mi niño y todo el texto que acabo de escribir me parece en vano y todas las filosofías impotentes. Y desesperadamente me agarro al romanticismo de Goethe. No hay muerte. Tarde o temprano se transforma en una nueva vida. Morimos y nacemos. De nuevo. Cuando llega el momento. Él volverá a nacer y otra mujer le pondrá calcetines limpios cada mañana y lo llevará al cole. Le dará un beso. Será su mamá.

Esta niña con calcetines cortos también nacerá de nuevo y tendrá una vida más larga y calcetines más largos. Y vivirá todo lo que aquel verano de 1944 le había quitado.

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