La noche del solsticio de invierno del año 2084 se declaró oficialmente la Era Luminosa. Todo el país fue cubierto por una gruesa placa construida sobre la atmósfera, que unida al muro fronterizo levantado años atrás, impedía cualquier atisbo de luz solar. Los beneficios de tal medida, según el Gobierno, serían extraordinarios; si la prohibición de importaciones había generado grandes estímulos a nuestra economía, decían, la eliminación de la competencia del sol o el viento, aún más perniciosa que la proveniente del extranjero, harían crecer la industria nacional como nunca antes. Serían necesarias multitud de farolas, lámparas y cualquier forma de iluminación y ventilación artificiales, fomentando así su producción directa y creando nuevos incentivos y ramificaciones en otros sectores. El clima sería dirigido por expertos, de tal modo que siempre fuera el idóneo. La incertidumbre y las distracciones relacionadas con cualquier variación ambiental desaparecerían y los trabajadores serían más productivos. Cuando se estimara necesidad de lluvias para regar las cosechas o llenar los embalses, simplemente se programarían y el techo filtraría el agua acumulada en su interior. Se evitarían los desastres naturales, así como un sinfín de enfermedades provocadas por la radiación solar.
La nueva era fue recibida con entusiasmo por la población. La vida se hizo más sencilla y previsible. Cada jornada era prácticamente idéntica a la anterior y a la sucesiva; una temperatura agradable con el encendido gradual de las luces hasta su apagado paulatino tras catorce horas, al que seguía un crepúsculo de diez. Así los días se alargaron y las noches se acortaron. Al cabo de pocas semanas, la euforia inicial fue dando paso a un estado de calma general y de cierto aburrimiento. Sin embargo, todos decían sentirse orgullosos de los increíbles logros de su nación. En el exterior, pensaban, debía de hacer mucho frío.
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