ENTRE NOSFERATU Y PLATÓN

ENTRE NOSFERATU Y PLATÓN

Arthur Charlan

18/02/2019

Cada noche tras haber cenado copiosamente como mi madre nos tenía acostumbrados a todos los miembros de la familia, mi vida transcurría entre pequeños momentos de tediosas conversaciones y los encuentros en la tercera fase como a mí me gustaba llamar a ese aparato de televisión a media noche. A veces entretenida y visceral con Chicho Ibáñez Serrador a la cabeza y su increíble serie “Historias para no dormir”, algunas bastantes truculentas y tremendas como para que me mandasen a la cama no sin antes intentar alguna distracción que me permitiese verlas o, la extraordinaria serie “Dimensión desconocida” de Rod Serling. No sé si este conglomerado caótico entre el aburrimiento familiar y la fascinación que estas series ejercían sobre mí cuando era un niño, y mis idas y venidas a la iglesia más cercana debido a mis ansias de vida eclesiástica motivaron ese expediente x, que hasta el día de hoy me ha perseguido de forma instigadora sin dejar de abarcar todas las esferas de mi vida: La muerte, esa desaparición del ser, ese ataúd donde cada noche se recreaba como en una obra teatral esa creación atmosférica donde lo real e irreal se dan la mano en una perfecta comunión.

Esa “x” que para mí era un tormento y a la vez desconocido para mis padres y el hecho de que fuera diferente al resto de los mortales, era lo que generaba la esencia de los monstruos de todo género y condición, o simplemente porque ese algo desconocido a una edad tan temprana y que debería ser ajeno a un niño me estaba transformando sin saberlo conscientemente.

Necesitaba creer en un conjunto de verdades y valores absolutos y tener la tranquilidad de que esto que me estaba ocurriendo no era algo exclusivo en mí, sino que era una cuestión global en todos los pueblos y culturas. Necesitaba creer que la representación de este mundo material es la sombra de una realidad superior. Mi intelecto infantil necesitaba respuestas que nadie estaba dispuesto a considerar salvo mis preguntas y respuestas entre la sábanas blancas de la noche tenebrosa y ese ataúd que me perseguía como un suplicio.

¿Cómo podía digerir a una edad tan temprana donde las emociones son efímeras, esa persecución mental con la que tenía que lidiar cada noche entre las cuatro paredes de mi habitación, los espacios negros de sus ángulos muertos, los ruidos fantasmagóricos de las desengrasadas puertas, alineadas entre los intersticios de la vida de una infancia atormentada por la verdad y el futuro devenir como si de una pesadilla se tratara?

¿Cómo era posible tener miedo de algo que desconocía por completo y que ni siquiera era capaz de comprender?

No sé porqué cada noche durante muchos años el camino reflexivo se me abría paso abiertamente sin haberlo pedido. Un destino marcado en la baraja de cartas donde el miedo a lo desconocido me era insoportable de aceptar. Ahora bien, solo tenía esa persecución por las noches, solo por las noches, al ir a dormir; durante el día desaparecían los miedos, la confusión, todo vestigio del ataúd y mi cuerpo yaciendo en el sin aliento y sin un despertar próximo.

Ahora con el paso de los años he podido darme cuenta de cuantas veces he podido abrazar y sin miedo dar la bienvenida a la intrínseca desaparición como persona y ejercer como Terence Fisher en Drácula, con la voz de Hector Cantolla dando la bienvenida a Christopher Lee para decir: “Señor Harker, me alegro que haya llegado con felicidad”, en mi caso: “Señora Parca, me alegro que halla llegado con felicidad” y así dar paso al sosiego y quietud para encontrarme con la respuesta. Y he aquí cuando surgió el dilema entre la muerte, la felicidad y el barquero, un trípode ligado a perpetuidad en mi mente infantil, donde en sueños juego con seres opacos e irreales para hacer visibles mis planteamientos morales sobre la desaparición del ser, de mi alma en una vida a la que no encontraba sentido más que el de ir en un ataúd el día de mañana, mientras me encontraba atrapado entre las sábanas blancas de mi cama, tránsito hacia un entendimiento mayor.

Este vacío metafísico en los pliegues de la existencia es suficiente para que la realidad te susurre al oído sin saber de edades, suficiente para hacer surgir los horrores más sombríos, y a la vez te permita dar el salto a la comprensión. Pero como ejerce una lupa en un día soleado, uno se va abriendo paso entre los verdes matorrales hasta alcanzar una realidad intrínseca en nuestro interior. Una respuesta que se va visualizando a través de un proceso mayéutico al más estilo socrático de forma autodidacta y muy personal.

Entonces, es cuando busco al capellán de mi iglesia, la “Sagrada Inmaculada” para que diera respuestas a mis miedos más profundos, y arraigados en una mente infantil e hiciera encajar el rompecabezas que tenía ante mí. Pero las respuestas no llegaban y las noches se sucedían y los ataúdes seguían bailando a mi alrededor, y yo seguía elucubrando entre mis sábanas blancas, hasta que por fin un día, ya sea por iluminación divina, razonamiento consciente o un desliz del destino, desaparecieron las noches abrumadoras y tormentosas por las sonrisas de un faro incesante con una respuesta firme: La vida es una muerte inminente bajo la constante perpetua de una felicidad esperanzadora, en una vida futura perdurable.

Esa percepción intuitiva atrofiada de la realidad se consumó en un éxtasis de verdad última y absoluta que me condujo de manera mística al presente. Es por ello y aunque a día de hoy sigo cenando copiosamente pero sin las pesadillas de antaño, que Platón y Nosferatu se han convertido en amigos de campo entre los ángulos negros de la noche, las sombras ambivalentes y quebradizas y los intersticios de la vida perenne esperando al barquero, al psicopompo, a la parca, para que me trasladen con gozo a la otra orilla camino de la inmortalidad.

ARTHUR CHARLAN

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