Despertó asustada y acalorada. Otra vez había tenido el mismo sueño que noches anteriores la hizo saltar del lugar de reposo. Y digo sueño con todo el derecho que precisa una distinción como esa, pues despierta lo deseaba casi como la enfermedad desea al enfermo para reproducirse. Esperaba la oscuridad o cualquier instante en el día para pausar su vigilia e iniciar el gustoso relajo. Todo comenzaba como comienzan siempre los sueños, con la historia en marcha, sin necesidad de introducciones, prólogos o presentación. Cual película posmoderna, la segmentación del film era aleatoria, desordenada en principio, sin sentido o guion. Al final todo empezaba a tomar forma. Era ella. Estaba de pie en la casa. Inmóvil y descalza. Se veía inofensiva, vulnerable. Daba un paso y se detenía. Miraba alrededor y entonces daba otro. Se detenía. Así durante segundos, que más parecían horas. Era todo silencio. Ni siquiera los pasos se oían o era que quizá no quería que se oyesen. De algo se escondía o quizá no se escondía, pues había algo que buscaba, que rondaba, que cazaba. Dio dos pasos seguidos y descansó la mano derecha en la manilla del refrigerador. La izquierda la colocaba en el lavaplatos, no más que para apoyarse. Bajó la cabeza y encorvó la espalda. Sus ojos siguieron con perversión un cuerpo, frío y aterrado, que a la distancia se hacía el muerto y no lo conseguía. Los espacios para la criatura cazada eran pocos, casi nulos. Ella rodeaba el breve corredor con su mirada y esas ocho patas parecían no servir para nada. Era como si llevara esos ojos asesinos sobre la espalda y cada una de las extremidades. Al final, después del duelo de miradas, que desde el inicio ya tenía un ganador, ella saca de su pie una de las zapatillas que portaba y le entregaba uno de esos tantos usos que no aparecen en las cajas con las instrucciones de cuidado. El golpe fue simple, absurdamente simple, pero efectivo. Tras quitar el calzado, que hacía sombra sobre el coliseo improvisado, el cadáver se esfumaba. Los ojos se movían en todas direcciones, buscando el vestigio que revelara la validez del asesinato cometido. El escenario cambiaba. Estaba en el baño. Un presentimiento insólito atemorizaba sus pensamientos. Estaba segura que había un espejo tras ella y lo estaba porque conocía el baño, su baño. Lo insólito era que ese hecho la aterrorizara. Antes que la respiración le atragantara el aliento, se giraba y una cara de araña cubría el rostro que en toda la escena no había podido ver. Corrían sus manos a tocarla, a quitarse el asqueroso maquillaje. Entonces despertaba, asustada y deprimida, pues la araña, que el plácido sueño atormentaba, aún seguía siendo ella. Y aún peor, no quería serlo.
Él apenas había abierto los ojos dentro de los ojos cerrados y sus patas peludas se estiraban como para empezar la marcha. Las huellas que dejaba en el suelo tenían destino. Hoy tocaba una nueva casa que visitar. La ventanilla estaba abierta, como se supone en las noches acaloradas. Subió su cuerpo hasta lo alto y desde lo alto se arrojó con la red que había tejido. No había brisa dentro del cuarto y no la necesitó. El enérgico impulso había sido suficiente para conquistar, entre esas ocho patas, aquel nuevo paraje. Casi no usaba los ojos. La sensibilidad de sus extremos lo hacían llegar donde quisiera. Podía estar la luz apagada y el cielo oscurecido. Aun así llegaría al lugar que deseara. Y ahora, entre el mentón y el pecho de alguien sin rostro, pero culpable, ahí quería llegar. Avanzó como flecha sin obstáculos. Ni los ácaros que aparecían entre las costuras detuvieron su marcha. Ni el repetitivo movimiento de la respiración del sujeto, que descansaba en la seguridad imaginaria de esas paredes, hizo que parara la avanzada. Por el contrario, la agitación de su cuerpo renovaba las fuerzas. Creía que sus pisadas amasaban el camino y se abría entre las sábanas el sendero. Llegó. Subió por el hombro y, aprovechando que aquel descansaba sobre su lado derecho, se deslizó por la clavícula y llegó al cuello. Apoyó su dentadura sobre la laringe y, pensando que tenía cuchillos y no colmillos, intentó encestar el veneno en un espacio minúsculo, pero apropiado. Y digo intentó, pues el otro cuerpo comenzó a moverse. Hasta el más mínimo temblor era catástrofe para el suyo empequeñecido. Caía, de espaldas, contra el suelo. Y una mano lo recogía y levantaba. Allá en lo alto, imposibilitado para defenderse, veía como el cielo se eclipsaba a la sombra de otra mano, la libre, que ahora aplaudía sobre su cara y lo despertaba. Inclinó su cuerpo sobre las sábanas y movió sus manos, que ahora eran sólo dos, hacia su cara, para frotarla y terminar de despertar.
Así como una araña sueña ser hombre y matar a los de su especie, un hombre sueña con ser araña para acabar con la propia. Así también, todas o algunas noches, hay alguien que se imagina siendo quien no es y se duerme deseando ser lo que otro niega cuando despierta. Y durante el sueño, como rutina y suicidio, busca acabar, de manera definitiva, con el sujeto que es y no quiere ser.
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