Contemplaba impertérrito el exterior a través de la ventana de su habitación, algo que realizaba con frecuencia metódica. Las cortinas eran de un blanco níveo. Cualquiera que le observara en esos ratos de trance podría pensar que era un maniquí o bien un obseso perturbado. Tras acabar la carrera de informática y gracias a un trabajo online no mal remunerado, comenzó a aislarse en los márgenes de su dormitorio. Solo salía al resto de la casa de vez en cuando, particularmente si recibían visita. Sus padres estaban un poco desesperados por él pero le tenían en casa, no estaban solos, no como a sus hermanos, que eligieron emigrar buscando mejores oportunidades. A veces recibía visitas de alguna amistad pero no era algo habitual. Su decisión de aislarse del mundo no vino de ningún trauma especial ni de una infancia marcada por algún episodio que le generara ansiedad o anquilosara su joven mente trastornando su conducta. Su inquietud latente se mostraba por su incesante cuestionamiento del por qué de la existencia, y del por qué de las cosas. Sabía que había un mundo que disfrutar y explorar, y su pragmatismo era muy elocuente y meditado. Pero su inseguridad ante un mundo exterior hostil, competitivo y ante la idea de estar lejos de sus padres, pilares inequívocos y férreos de su existencia, colapsaba su deseo de escapar de esa burbuja artificial que le subyugaba a esas cuatro paredes.

En ocasiones esos planteamientos que no cesaban de merodear por su cabeza le colapsaban de tal manera que se veía obligado a abrir la ventana de par en par para respirar aire menos artificial. Por qué los poderosos querían siempre más, por qué los políticos mataban a la población con absurdos impuestos puesto que de facto, tenían la posibilidad de crear e imprimir su propia moneda. Los impuestos eran una forma inteligente, cruel y aterradora de esclavizar a la sociedad. Obligaba a trabajar, en aras de unos supuestos servicios públicos, más de la mitad de tu vida laboral para luego relegarte al ostracismo y convertirte en un ciudadano de tercera. Qué sentido tenía trabajar durante el apogeo de una vida tanto dejando de vivir lo que uno quería, ya que un mes de vacaciones se antojaba ridículo. Trabajar debería de ser una elección personal pensaba o al menos puntual para poder subsistir y cumplir con ciertos caprichos y deseos personales, puesto que la vida era breve, muy breve, tanto que asustaba, que dolía. Y que él supiera, tenía un fin, y a pesar de actuar, por una protección de nuestro cerebro, como si fuéramos eternos, la existencia tenía casi con certeza absoluta un final inequívoco, decadente y absurdo.

Vivir, aprender, trabajar para un estado vorágine y manipulador, olvidándonos de nosotros mismos, luchando por ser el mejor, por obtener mejores salarios, algo que casi nunca ocurría, demandando, quejándose de una sociedad deprimente y egoísta, donde los valores estéticos y visuales relegaban a la esencia humana al ostracismo con absurdos e hipnóticos programas que atontaban a los espectadores, instigándoles a un consumismo extremo. Todo esto y mucho más le atenazaba de tal forma que solo sentía cierta seguridad al lado de quien más quería. Circunstancia esta última que le planteaba la cuestión de qué sería de él en el instante que partieran al olvido absoluto, como definía en clave irónica a la muerte. Nada para él en esta realidad virtual tenía sentido alguno.

Compartía, pues era dado al debate, ciertas inquietudes con sus progenitores. Pero por más que establecían como argumentos opiniones constructivas y lógicas, su hijo no lograba salir de su casilla de salida, como si de un juego de parchís se tratara donde jamás sacaba un cinco. Volvía cabizbajo a sus cuatro paredes, y aunque en numerosas ocasiones se entretenía leyendo, hablando por teléfono o viendo películas, sus neuronas no paraban de demandarle respuestas, y nos las encontraba.

La desesperación lo acechaba como el guepardo a su presa. Qué sentido tenía el ponernos en este planeta, como seres conscientes, si no sabíamos para qué estábamos. Se negaba a creer que solo fuera vivir, comer, trabajar, relacionarse, divertirse, viajar, amar, lidiar con el mundo y morir. Lo veía demasiado simple para la supuesta complejidad de nuestra mente y el continuo planteamiento de preguntas junto a nuestras ansias de conocimiento.

Sus padres, alentados por un guía espiritual muy particular que conocieron en una comida benéfica, al cual le plantearon lo que ocurría con su hijo, decidieron hacer algo distinto. Hablaron con el resto de sus hijos, sus mejores amigos, y les invitaron a intentar algo que podía sonar a locura, pero como intentona quizás funcionara.

Y varias semanas más tarde, mientras cual efigie miraba a través de su ventana el amenazante exterior, llamaron a la puerta de su cuarto. Y ante sus atónitos ojos entraron en la estancia todos a quienes realmente quería y eran importantes para él. Su hermana pequeña, a la que adoraba, fue la que al tener más verborrea, le tocó dirigirse a él.

– Hermano, tu ansiedad de no saber te ha llevado a dejar de vivir. Y nosotros no podemos permitir eso. Así que hemos decidido venirnos a vivir contigo entre estas cuatro paredes. Porque lo que más importa es esto, los sentimientos.

Comenzaron todos a llorar y a abrazarse. Él comprendió que tenían razón, que hay cosas que aunque uno se plantee no puedes dejar que te limiten y te aten, y que somos más afortunados de lo que creemos. Que con amor hay que luchar por lo que uno quiere, escuchándose a uno mismo pero sin permitirnos evadirnos con actitudes destructivas. Tras una honda reflexión se marchó de casa. Comenzó una nueva vida durante un tiempo. Pero sus miedos volvieron. Y volvió a encerrarse en su casa entre cuatro paredes. Y es que acaso no es el ser humano tan cabezón, que aparte de caer siempre en su propia trampa dialéctica, merece ser desdichado. Quizás sea ese el sentido, sufrir por cualquier cosa, para no ser simplemente feliz.

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