Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.

Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos…”

Kalil Gibran

Las suelas de las pantuflas maltratando el parquet anuncian una noche dificil. Los pasos en la escalera suenan pesados. Lo ve aparecer en la habitación con un vaso de agua y el bicarbonato. Le pregunta:

—¿Acidez?

—El cordero de la cena no me sentó bien —responde, pero no la mira.

—¿Estás seguro de que fue el cordero?

Lo ve tomarse el bicarbonato seguido de varios sorbos de agua. Acomoda los cojines en la cabecera de la cama y hace un amago de sentarse. Sin embargo, no se sienta.

—Hoy hablé con Juan acerca de su futuro.

No dice nada más. Ella espera en silencio. Un silencio largo, similar a los rascacielos que decoran las paredes de la habitación. Fotos del viaje de novios. Él continúa:

—Me ha dicho que quiere estudiar empresariales como yo. ¡Empresariales!

—¿Eso es lo que tienes indigestado?

—Hemos luchado mucho para que Juan pudiese ser libre.

—¿Libre? Yo quiero que sea feliz.

Las pantuflas hieren ahora el suelo de la habitación. Ella fija la mirada en la foto del lateral, la que su marido tomó en Singapur. Recuerda aquella piscina que terminaba en un abismo y era la máxima atracción de ese hotel. Él se toma su tiempo para responder:

—Es lo mismo ¿no? Mira, Juan puede dedicarse a lo que quiera en la vida, sin necesidad de preocuparse por el dinero y lo que quiere es convertirse en otra rata más de la carrera.

—Ay, gordito.

—¿Qué?

—Ser libre y ser feliz no siempre es lo mismo y lo sabes.

Él no contesta, solo se bebe el agua. Ella continua:

—¿Acaso tú nunca quisiste imitar a tu padre?

—¿Mi padre? Mi padre me lo dejó muy claro desde niño “Aquí no hay trabajo para ti” era su frase cada vez que yo quería ayudarlo con las tierras. Había que ir a la universidad.

—Y tú escogiste empresariales.

—Yo hice lo que se esperaba de mí.

—Estas grandecito para escurrir la responsabilidad de tus propias decisiones.

—No es lo que pretendo. Es solo que he trabajado toda la vida en la puñetera multinacional con la esperanza de que mi hijo pudiera disfrutar esa libertad. Y ahora, resulta que él la quiere meter entre rejas. O quizás peor, es demasiado perezoso o demasiado cobarde para usarla —vomita esas últimas palabras y se sienta en la cama.

Por momentos ella no dice nada. Lo observa cómo respira agitado y se mira las manos vacias con la cabeza gacha. Entonces se acerca, le acaricia el cabello y dice:

—Gordito…

Él sigue en silencio. Ella le agarra la mano y sigue:

—Estás cometiendo el mismo error. Te jactas de la libertad que le quieres ofrecer a tu hijo, pero no quieres respetar su decisión.

Él la mira y va a responder, pero se calla. Espera a que ella continúe.

—Quieres, por ejemplo, que Juan sea filósofo o poeta, pero nuestro hijo quiere usar pantalones kaki y polo de nueve a cinco.

—¿Qué hicimos mal?

—Nada. Es solo que te olvidas de lo cara que es la libertad.

En la conversación se comienza a abrir un espacio negro y denso. Entonces habla él:

—¿Cara? Caro es aguantar a un jefe acomplejado porque es corto y las decisiones empresariales poco éticas.

—Eres un soñador rabioso.

—Puede ser, pero no encuentro sentido a esa vida si no es por pura necesidad.

—¿Y te planteas como es la vida libre? porque te aclaro que implica no compartir conversaciones sobre días de vacaciones, ni prisas matutinas donde todos los empleados de empresa se sienten reconocidos y, secretamente, orgullosos; e incluso, implica que alguna chica no quiera entablar una relación porque Juan no ofrece un “futuro seguro”.

—Bah. Chorradas.

—Implicaría alejarse de los cánones de la sociedad en pos de una quimera y lleno de dudas sobre la propia capacidad. Gordito, la libertad es un salto al vacío.

—Entonces me das la razón. Es un cobarde o un perezoso.

Ella medita unos segundos. Se mete debajo de las colchas y decide:

—Si así lo crees, aplícate el cuento.

—¿Cómo?

—Así como lo oyes. Si tanto quieres que alguien aproveche esa “libertad”, hazlo tú.

Esta todo dicho. Ella no enfrenta esa mirada que conoce y presiente. Solo le da un beso, dice buenas noches y apaga la luz. Tras un tiempo de respiraciones desacompasadas, lo escucha sollozar. Le duele oir el llanto callado que ha escuchado en escasas ocasiones durante los veinte años que llevan juntos. Se muere de ganas de abrazarlo, pero no lo hace porque lo conoce.

En la habitación ahora todo es oscuridad. Cuando despierta, está sola en la cama.

Baja las escaleras con prisa y se topa con el olor del café. Sin embargo, la cocina está vacía. Quizás fue mucho para él. Rastrea la estancia buscándolo y mientras fantasea lo peor, suena la cerradura. Él viene de correr con Juan. Traen croissants de mantequilla de la panadería.

—¿Celebramos algo? —dice ella con miedo.

Él no responde, solo termina de poner la mesa y sirve el café. Ella se sienta a esperar y se dedica a contemplar la escena. Padre e hijo se miran y él dice:

—Juan, con tu entrada en la universidad he estado pensando que yo también voy a estudiar.

—Ah, ¿sí?

—Sí, voy a tomar cursos de fotografía.

—Ah, pensaba que ibas a estudiar algo serio.

—¿El arte no te parece serio?

—Me parece serío, pero, papá, tu nunca serás un artista. Serás solo otro cincuentón con infulas. Si tienes la crisis de los viejos, comprate un coche.

—¿De verdad crees que no lo voy a conseguir?

—No sé qué quieres conseguir si ya tienes un puesto de directivo y además haces buenas fotos cuando viajas.

Él sonríe. No responde a su hijo sino que voltea a ver a su mujer.

—Tenías razón en todo.

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