Ahí estaba el payaso cargando su risa, un tanto fingida, pero el oficio le exigía. ¡Pinta tu risa! en tu cara colorida, no ves que te esperan los que ya no las fabrican. Entrega su talento aunque el alma lleva herida pues no arranca de su mente la soledad en que habita. Ya no hay risas en su tienda no hay remolinos de juguetes, ya no te pegoteas en la silla y no hay rayas en las paredes. ¿Dónde se fueron esos gritos, o los chillidos exigentes de cariño?. Cuándo fue que ocurrió? ¿dónde estaba que no los vi partir?. Y una lágrima se escapaba de sus ojos y atravesaba su sonrisa pintada. El silencio que en momentos anhelaba, ahora era su prisión. Cada cosa en su lugar, convertía su sala en un frío museo. ¿Dónde van ahora mis cuentos? ¿a quién le espanto monstruos y fantasmas? ¿a quién le beso la rodilla raspada? ¿a quién le enseño los nombres de las estrellas? ya no está su público más preciado.

En el centro de la pista se ubica y mira todo a su alrededor, quiere ser sorprendido con los aplausos, pero sólo escucha los latidos de su corazón. Repite su rutina, casi por inercia, tantos días dedicados que ya no hay sorpresas.
Y ahí va el payaso arrastrando la miseria, esa que deja la vida después de haberla saboreado. Pero no entiende qué pasó, cómo no los vió preparando su partida, si llegaba todos los días, con el sustento que recibía.
Una luz le dio directo en la cara, con sus manos cubrió sus ojos, para poder enfocar la mirada, pero no veía nada y se escuchaban pasos surgiendo de los rincones y percibía corazones latiendo emocionados, pero no veía nada. Abrió sus brazos y con sus manos saludaba a cada sombra que la luz reflejaba. Y se quedó quieto, algo pasaba, sus líneas tan bien aprendidas, no las recordaba, «es que no quieres esto» le gritaba su conciencia, ya no lo necesitaba y salió corriendo con su sonrisa pintada. Llegó a su tienda, que era su casa, así la llamaban quienes ahora no estaban. Se miró en el espejo, pausadamente comenzó a quitar su maquillaje y ahí estaba, ese a quién hace tiempo no miraba, descubrió sus canas y los surcos de su cara. Se quedó ensimismado observando ese rostro, no era el mismo, reflejaba cansancio. Pero fue generoso y se dio una oportunidad, vistió ropa nueva, abrió las ventanas, salió al patio que hace tiempo no visitaba. Sintió una mano firme en su hombro, que lo sacó de su contemplación, «volviste», escuchó decir con una voz grave, pero al girarse vió a su pequeño Miguel que ya era grande. Lo abrazó tan fuerte que lo dejó sin aire. «Aquí estoy mi niño, ¡qué bueno que llegaste!».

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