Aquella mañana, el espejo no reflejaba mi rostro, tan solo una mancha borrosa sobresaliendo a una silueta igualmente distorsionada. Cogí un paño y lo humedecí con el líquido azulado que iba a limpiar el cristal, pero no sucedió nada al frotarlo. La que debía ser mi imagen seguía velada sobre la del resto de los objetos del cuarto, que sí se exponían con nitidez en su superficie. Me acerqué, me alejé, giré mi cara, pero no hubo manera de verme a mí misma. ¿Acaso podía estropearse un espejo? Entonces, fui corriendo al baño a mirarme, ansiosa por encontrarme conmigo, pero allí sólo hallé otra vez esa sombra, moviéndose al compás de mis esfuerzos por encontrar el ángulo que me descubriera.

Perpleja, me miré las manos y me conté los lunares para asegurarme de que eran las mías. Dos en el dorso de la mano izquierda y uno en la palma derecha. Inmediatamente después, reconocí el resto de mi cuerpo, que terminaba en un par de pies, enfundados en las pantuflas extravagantes que había comprado en un viaje. Me toqué el corazón, que latía con fuerza. Al menos, no era un vampiro. Aquello debía tener una explicación lógica, pero estaba demasiado dormida para dar con ella y decidí salir a por un café cargado. Súbitamente, sentí claustrofobia dentro de mi apartamento, con sus estancias impersonales y su decoración minimalista, como la imagen publicitaria de una habitación de hotel.


Avancé entre la gente a trompicones, como si ellos tampoco pudieran verme. Entré en el primer bar que encontré y me acerqué al único taburete libre que quedaba en la barra. El camarero, que estaba de espaldas limpiando la cafetera, pareció no advertir mi presencia, tampoco cuando le saludé. Por un instante, tuve miedo de que el hombre no pudiera verme, como los espejos, y volví a llamarle con urgencia.

— Un momento, señora—me pidió ofendido.

La cabeza me estaba jugando una mala pasada. Visión borrosa, sensación de irrealidad…¿Y si se trataba de un tumor cerebral? Me tomé el cortado con rapidez, pensando en volver a casa a buscarme y terminar con el despropósito, cuando, horrorizada, me di cuenta de que tampoco recordaba dónde vivía. La noche anterior, mi móvil se había hecho trizas al caer al suelo, pero, por suerte, el establecimiento contaba con un teléfono público para avisar a mi familia de lo que estaba sucediendo.

—¿Quién es?— dijo una voz femenina al descolgar el teléfono.

La pregunta resonó en mi cabeza unos segundos paralizantes antes de que la voz al otro lado del hilo volviera a repetirla. No sabía qué decir, porque no tenía ni idea de quién era yo. Si tenía un nombre, no lo recordaba, o al menos no significaba nada por sí mismo. Igual que esa llamada.

— ¿Si? ¿Oiga? — insistía ella.

En un instante, tampoco sabía quién era la mujer al aparato ni qué hacía yo con él en la mano.

En medio de la confusión, todavía era consciente de dónde me encontraba y de lo cerca que estaba del hospital. Corrí lo más rápido que pude hasta la faraónica mole blanca y me acerqué a la recepcionista, colocada bajo un halógeno aséptico que la iluminaba mortecino en un plano cenital. A pesar de la gravedad de los síntomas, la mujer me mandó a una sala de espera saturada, con lo que me pareció un gesto de hastío.


— ¡La que no sabe quién es! — llamó a voces una enfermera, dos desquiciantes horas más tarde.

En la consulta me esperaba una doctora de pelo blanco recogido en un moño, con unas gruesas gafas, como de otra época, que apenas me miró mientras tecleaba algo en el ordenador.

—Cuénteme —dijo con parsimonia—, ¿qué le ocurre?

—No puedo ver — empecé angustiada el relato—. No recuerdo quién soy, no sé donde vivo…

—Según tengo anotado, usted ve perfectamente. Únicamente no se ve a sí misma.

—Exacto —corroboré—, y tampoco recuerdo nada sobre mí. Debe de ser un tipo raro de amnesia, ¿y si me está dando un ictus…?

—¿No lo recuerda o no lo sabe?

Pensé la respuesta algunos segundos.

— No lo entiendo.

Ella tecleó en el ordenador.

—¿Pertenece a alguna parte? ¿Está comprometida con algo?
—¿Qué? —me reí— ¿Cómo voy a saber eso si no recuerdo quien soy?

Aunque ella sí podía verme, la doctora seguía sin mirarme, tomando notas con los ojos fijos en su pantalla.

— ¿Alguna pasión? ¿Inquietudes intelectuales? ¿Ciudadanas quizá? —continuó sin ni siquiera tener en cuenta mi pregunta.
—Tampoco lo sé.
—Las pasiones no se olvidan —dijo girándose por fin hacia mí, esbozando una sonrisa serena—. Puede que no se trate de que desconozca sus referencias porque las ha olvidado, sino de que no sabe quién es porque no las tiene. Ha perdido su móvil recientemente, imagino, o se ha quedado sin conexión.
—Ayer— alcancé a decir aturdida.
—Tranquila, parece solo otro caso de identidad posmoderna, una contingencia común.

—¿Cómo? — balbuceé.

— Su identidad y su autoestima están basadas en relaciones superficiales consigo misma y con su entorno. Por eso, no puede verse fuera de ese contexto.

— No puede ser…

—Es como las marcas que consume. Se ha convertido usted en una imagen que proyectar.

Sin darme tiempo a decir nada más, giró la pantalla del ordenador, donde había abierto la página de una conocida red social, y me pidió que introdujera mis credenciales. Sorprendentemente, sí recordaba aquellos datos. Una vez dentro de la aplicación, me alcanzó un espejo de mano, donde vi reflejado mi rostro con claridad, igual que en las fotos de la pantalla, llena de selfies, viajes exóticos, fiestas, libros que nunca leí e imágenes con algún eslogan político de moda. Hasta mis pantuflas estaban retratadas. Entonces, vi la luz, lo recordé todo, como si acabara de despertar de la peor borrachera de mi vida.

Estaba mareada cuando dejé el hospital y me sentía algo perdida de camino a casa. Definitivamente, esta vez iba a comprarle una funda a mi iPhone.

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