A la orilla del río, iluminada por la cálida luz del atardecer, la bella vaca Acomonte rumiaba su ración de hierba al tiempo que elaboraba un crepúsculo de ideas simbólicas para analizar la misma existencia. Ser o rumiar: he ahí el dilema. Con su innata capacidad para la plácida sabiduría, Acomonte comía mientras observaba a dos seres de dos piernas y, se dice, inteligentes.
La pareja discutía con numerosos aspavientos y movimientos de manos. A ambas orillas del río había dos barrios del mismo pueblo, históricamente enfrentados entre sí, y separados por un viejo puente lleno de musgo. El puente que unía ambos barrios estaba en bastante mal estado, porque nunca se ponían de acuerdo para reparar sus dos kilómetros de longitud. En un barrio estaban los vecinos más pragmáticos y científicos, mientras que en el otro barrio vivían los soñadores, los artistas y quienes creían en la magia.
Ella, que vestía de azul, consideraba que debían tener una casa cerca de donde vivían sus padres, a un lado del puente, en el barrio de los científicos. Él, que vestía de morado, creía que debían vivir al otro lado, cerca de su tío, que se dedicaba a la vida contemplativa, y también cerca de la taberna que vendía la mejor cerveza.
— ¡Nos casaremos y todavía querrás seguir bebiendo con tus amigotes! — reprochó la chica, mientras su sedoso pelo negro ondeaba al viento al mover su cabeza —.
Él miró a su alrededor, desconcertado, y tardó un par de segundos en contestar:
— ¡No hay nada de malo en tomar una cerveza con los amigos! Además, te compraré una bicicleta para que puedas cruzar el puente y venir a ver a tus padres todos los días — contestó el joven —.
Ella rebajó su enfado, parpadeó con sus preciosos ojos marrones y le dijo:
— Nuestras almas están unidas, pero nuestro pueblo está enfrentado. Tenemos que lograr un equilibrio. Mira esa vaca — agregó la joven, señalando hacia Acomonte —. Come plácidamente sin preocuparse de qué lado del río está.
— Si yo fuera una vaca, tampoco tendría preocupaciones filosóficas. La vida sería mucho más sencilla, sin la necesidad de decidir sobre qué lado del río nos conviene más para vivir. Rumiar y mugir. — bromeó el joven —.
La chica esbozó una ligera sonrisa.
— Mi abuela siempre decía que las vacas son plácidas porque son sabias — dijo ella —.
— Quizá tenía razón…podemos intentar construir nuestra casa en aquel lugar, donde el río se desvía. — señaló el joven con su dedo hacia un paraje a escasos metros de la vaca —.
Talmente parecía que la vaca había entendido todo lo que decían los jóvenes y, para añadir un sólido argumento filosófico a la conversación de la pareja, la sabia Acomonte mugió. Fue un mugido cálido, cargado de intensa reflexión.
El simbólico mugido causó un efecto inmediato en los amantes. Ellos, al oír al animal, lo vieron todo claro de inmediato. Sus ojos brillaron.
Un simple y cálido mugido consiguió llenar el lugar de filosofía mágica: los jóvenes se miraron con profunda dulzura y acto seguido se abrazaron y se besaron.
Habían entendido que lo más importante en la vida es cruzar el puente del río de la mano.
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