Iba a salir, pero ahora, no sé, está nevando fuera. Antes, en mi cumpleaños hacía calor, mucho calor. Julio en Madrid, bochornoso. Algunos se metían en las fuentes. Yo comía polos de limón, de esos de hielo que se quedan pegados a la lengua.

Había niños, muchos niños, por todas partes. ¡Qué escándalo! Ahora solo hay dos. Viven en el segundo piso, siempre en silencio. Esos no saben jugar. Para jugar hay que saber reír. Su boca es una línea horizontal, morada por el frío.

Todo es tan blanco, como mi pelo, como el hospital, como la escayola de mi pierna. Siempre estaba subida a los árboles. Creo que me empujó una ardilla. Fue cuando conocí a Ada Still, me colocó el hueso. Ahora, ya no hay parques, ni ardillas que empujen a los niños, claro, no tienen casa, los árboles se han ido.

El otro día la vi, cuando fui a recoger mis pastillas, a Ada Still, sigue igual, me preguntó por mi pierna. Hago como si no supiera de qué me habla, que parezca que he olvidado. Han pasado cuarenta años y ella sigue igual, no es normal.

Cuando salgo a la calle, me comporto como todos, observo e imito, finjo para no desaparecer. Las pastillas, me atontan y ponen ruidos en mi cabeza todo el tiempo, no las tomo. Hoy ha venido a casa, Ada Still. Me ha llamado mamá. Ha dicho, soy yo, soy Ana. Sé que es uno de ellos, de los que se llevaron los árboles. Creo que vinieron del cielo. Fue en julio, hacía calor. También se llevaron los polos de limón.

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