Era un día lluvioso y gris. Como tantos otros, nada excepcional. La niebla iba filtrándose entre las grietas de las fachadas poco a poco y supe que las gaviotas revoloteaban nerviosas por los graznidos que llegaban ahogados desde la playa. Aquella mañana me levanté temprano y, aunque somnoliento, algo me impulsó a ponerme de pie de un salto y dirigirme a la puerta como un autómata. Giré despacio el pomo intentando no hacer ruido para no despertar a los que aún dormían, y salí sin rumbo determinado mientras notaba los ojos fijos del gato siguiendo con estudiada precisión la trayectoria de mi nuca. Acababa de amanecer y pude escuchar el camión de la basura perderse en la esquina, algunas manzanas más arriba.

Una vez afuera, me crucé con un viandante de aspecto descuidado y misterioso. Fue donde la calle se estrecha para convertirse en un callejón angosto con evidente dificultad para albergar dos cuerpos a la vez. Le pedí disculpas con desgana cuando ambos, sin posibilidad de escapatoria, nos rozamos. Olía a alcohol y a tabaco negro, calado un sombrero de ala ancha hasta las cejas. Portaba un pequeño paraguas negro, de esos a los que, cuando se levanta el viento, hay que agarrar con fuerza para que no se volteen y se conviertan en un amasijo de tela y varillas rotas. Me lo imaginé un instante antes en la plaza, asiendo con fuerza el gorro con la mano derecha y tirando del paraguas con la otra, desesperado para que no se lo llevase la ventisca.

Al llegar a la Plaza Mayor, no había casi un alma. Sólo acerté a ver, a lo lejos, un niño arrodillado sobre el pavimento. Estaba quieto, con la mirada perdida sobre un charco y con sus pies desnudos. Miré a un lado y a otro para ver si había alguien que pudiese estar vigilándole desde algún lugar cercano. Nadie. Deduje que estaba solo. Un repentino e inevitable sentimiento de compasión por aquella criatura solitaria se apoderó de mí. Me acerqué a él, determinado a sacarle de su indefensión que se me antojaba extrema, y le pregunté:

—Chico, ¿qué haces ahí?¿Necesitas ayuda?

Pero no contestó.

Observé su pantalón vaquero hasta la rodilla, de grandes bolsillos y sin cinturón, y la camiseta de manga larga desgastada que de manera obvia empezaba a quedársele pequeña, pues a duras penas cubría su pequeño torso. Supuse que estaría aterido porque, como de costumbre, yo había mirado el termómetro antes de salir de casa, apenas una hora antes, y entonces marcaba los ocho grados.

Volví a preguntarle:

—¿No tienes frío? Permíteme que te deje algo para taparte.

Tampoco esta vez hizo amago de mirarme ni de contestar. A cambio solo obtuve un pegajoso e interminable silencio que se diluyó en la bruma. Comenzaba a caer de nuevo una fina lluvia. Si seguía allí acabaría empapado. Y yo con él.

Justo cuando iba a agacharme para prestarle mi chaqueta sonó un ruido detrás de mí. Empezaban a abrir el único bar restaurante de la plaza y el camarero arrastraba una inclinada columna de sillas metálicas que a punto estuvieron de caerse al suelo. Mi cabeza giró de modo automático hacia atrás. Tan solo unos segundos después de aquella breve interrupción me di la vuelta de nuevo para volver a prestarle atención al niño, pero cuál fue mi sorpresa cuando pude comprobar que había desaparecido. Miré alrededor, perplejo. Ni rastro de él. Me acerqué despacio al lugar en el que segundos antes había estado postrado cuando una energía desconocida me arrastró hacia abajo, haciendo que me arrodillase para terminar en la misma postura que minutos antes había adoptado él, inmóvil y abstraído sobre los adoquines. Y entonces lo vi. Me quedé petrificado. El charco me devolvió mi propia imagen, cuatro décadas antes. Allí estaba yo con seis años, el mismo lunar en la mejilla derecha, los mismos labios carnosos, el pelo ensortijado y los ojos de color aguamarina. Noté su mirada, con el ceño fruncido, clavada en la mía. Mi mirada, en realidad. Había una expresión de interrogación en su rostro. Y también, recordándolo ahora, de pura lástima. Aquella mirada fue como una ola barriéndolo todo, llevándose mi ser a las aguas profundas de una llanura abisal. Quise huir, sin saber muy bien por qué, pero no pude.

No sabría precisar cuánto tiempo transcurrió. Quizás fueron minutos, quizás horas, hasta que un hombre se acercó a mí con el gesto de quien, según adiviné, intentaba prestarme su chaqueta. Sé que me preguntó algo, pero fui incapaz de escucharle ni de mirarle, y mucho menos de darle una contestación. Luego ya solo recuerdo que, cuando aquel individuo giró sobre su espalda buscando el origen del sonido que hacían las sillas del bar mientras las arrastraban sobre las baldosas, acerté a levantarme y, notando las ropas frías y mojadas sobre mi piel, salí corriendo, perdiéndome en las calles de la ciudad vieja y prometiéndome a mí mismo no volver a acercarme a un charco jamás.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS