Mantenía los ojos abiertos en la intensa oscuridad. ¿Sería capaz de hacerlo?, me preguntaba obsesivamente. Odio y amor se entremezclaban en mi cabeza al mismo tiempo. Sabía que el hombre que dormía a mi lado y que, unos minutos antes, decía que me amaba al acariciar mi cuerpo, no dudaría en matarme si tuviera la mínima sospecha de mis intenciones.

Algo parecido a un sollozo acudió a mi garganta y murió antes de salir de ella. Las lágrimas se diluyeron dentro de mis ojos. No podía fallar a todas aquellas mujeres que habían sido violadas una y otra vez impunemente.

Respiré. El aire al entrar en mis pulmones tuvo un efecto tranquilizador. Pensé en las playas de arena blanca y de agua azul turquesa de las islas griegas donde me bañaba con mis amigas solamente unos días atrás. Aquello parecía estar muy lejos y noté cómo mis sentimientos se congelaban.

Deslicé la mano debajo de la almohada y sentí el tacto frio y acerado del cuchillo. Un cosquilleo en el estómago amenazaba con hacerme vomitar. El pulso acelerado golpeaba mi cabeza. Adrenalina al límite. ¡Ahora o nunca!

El plan había resultado. No debía pensar en nada. Aguzar los sentidos al máximo y correr para no dejarme atrapar. Tenía que encontrar el lugar previsto para ocultarme y permanecer allí hasta que fueran a buscarme. Me dijeron que alguien me ayudaría a salir de aquel país en guerra. Entre edificios derruidos encontré el refugio. Hecha un ovillo y muerta de miedo dejé que pasara el tiempo.

Los recuerdos giraban en mi cabeza como ráfagas punzantes. Noté cómo el cansancio se adueñaba de mí hasta que agotada me quedé dormida. En el duermevela del que no podía salir, soñaba con lo sucedido días antes:

Las amigas con las que viajaba se habían quedado bailando después de la cena. Me gustaba ver la puesta del sol y subí a la cubierta del barco para disfrutar de la noche. Durante el día, el cielo había tenido un color azul grisáceo con nubes algodonosas que se diluían como un terrón de azúcar en un café con leche de abundante espuma. Al anochecer, el mar se unía por una línea oscura, casi invisible en el horizonte, con el cielo que, teñido de vivos colores anaranjados, anunciaba la mejoría del tiempo. La brisa fresca en mi piel, la quietud del barco y el arrullo de las olas hacían que me sintiera feliz. Eran las vacaciones perfectas después del intenso trabajo de los meses anteriores. Estaba disfrutando del viaje planificado meticulosamente hasta el mínimo detalle. Atenas, Mikonos, Rodas, Creta, y por último Chipre donde llegaríamos por la mañana. Tres días después subiríamos al avión y volveríamos a Valencia. Y otra vez la rutina.

Desperté sobresaltada entre los escombros de aquella ciudad. Aterrada, esperaba que alguien viniera en mi ayuda mientras los recuerdos se atropellaban en mi cabeza alternado las imágenes tranquilas con fogonazos y ruidos que no acertaba a saber de dónde venían.

En un instante la calma había huido del entorno. En nuestro maravilloso viaje había irrumpido lo imprevisto. La gente despavorida corría sin rumbo. Entre gritos y lamentos me pareció entender que alguien decía: ¡Un ataque terrorista!

No podía creer lo que estaba sucediendo.

Todavía no consigo saber cómo me puse un chaleco salvavidas ni cómo llegué al agua. Solo recuerdo una mano que me ayudaba a subir a un barco pequeño y respiré aliviada.

Un momento después descubrí el horror: El barco en el que viajaba se hundía y a su alrededor todo eran gritos desesperados. Luego, supongo que me desmayé y, no sé cuánto tiempo después, supe que era la concubina de un hombre de ojos grandes, oscuro de piel y trato amable al que, en otro lugar y en otra situación podría haber amado.

Dejaba pasar las horas imaginando lo sucedido. Pensaba en mis amigas que quizá estuvieran muertas. Ahogadas en aquellas aguas de un azul transparente inigualable. Veía sus rostros lívidos, con los ojos abiertos por la sorpresa al ver la cara de la muerte, y no lo podía soportar.

Él buscaba mi compañía. Intentaba seducirme. Pero, a pesar de sus esfuerzos por agasajarme, no consiguió que de mi boca brotara una sola palabra. Tampoco consiguió ver mis lágrimas ni oír mis lamentos.

Fue entonces cuando una mujer joven de origen sirio, que viajaba en el mismo barco y que también había sido apresada, me dijo que era uno de los terroristas más buscados por los países europeos. Pensé que, si en algún momento tenía una oportunidad, lo mataría. Había destrozado la vida de muchas personas y la mía también. La mujer siria lo preparó todo. No sabía hasta qué punto podía confiar en ella pero decidí hacerlo.

Después de permanecer escondida dos días sin comer ni beber, alguien dijo mi nombre no demasiado alto. Eran tres hombres que venían a buscarme. Me llevaron a un lugar donde me dieron comida y ropa limpia. Todo estaba preparado. Varias horas de viaje en un coche desvencijado y pasamos la frontera con Turquía. Estaba a salvo.

La pesadilla ha terminado. El piloto comienza a realizar las maniobras de acercamiento a tierra. Cierro los ojos mientras el avión desciende. No puedo evitar ver sus ojos que me miran con ternura, incrédulos, mientras la sangre se derrama a borbotones de su garganta. Él también tenía un arma en la mano y podría haberme matado. Yo no titubeé y eso acabó con su vida.

El avión que me devuelve con los míos ha tomado tierra. Ahora ya puedo llorar.

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