El día había llegado. Era ese día que irreflexivamente no había temido de pequeño, cuando lo vislumbraba en un horizonte inasequible, pero que había estado acechándolo en insomnios recientes, truncando potentes sedantes.

El coche marchó inexorable bajo nubes oscuras. Cuando llegaron a la iglesia, lo condujeron frente al altar. El rostro lívido y el cuerpo rígido tenían causas naturales, biológicas, que todos comprendían.

Grises y burocráticas, las fórmulas rituales del sacerdote reverberaban fatalmente en oídos ausentes. Su utilidad parecía reducirse a apenas disimular el llanto histriónico de las madres.

Entonces, vientos la precedieron, acaso anunciando lo inevitable. Su monstruoso ropaje dibujó sierpes sobre el gélido mármol. Sin rostro, como flotando al ritmo en que las cuerdas iban enloqueciendo y empuñando el símbolo vinculado al cultivo de la tierra, la gran protagonista de la jornada venía a coronar su triunfo; ella lo había reclamado y ahora lo convocaba al consabido peregrinaje sin retorno. Y el sacerdote lo sabía, entonces preguntó…

–Sí, acepto– respondió él, con ecos de Mendelssohn en la mente.

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