– Relájate, Eva. Estás muy tensa, chiquilla.

Estas palabras, aunque susurradas con ternura, acaban de golpear mi cabeza cual certero martillazo, sacándome de forma violenta del letargo en que me hallaba. De repente me doy cuenta de que no entiendo nada: estoy tumbada en una cama de una casa desconocida, con el sujetador desabrochado y las braguitas a la altura de las rodillas, desprendiendo un hedor a alcohol insoportable. Hasta aquí, vale. No puedo decir que sea una Santa ni que sea la primera vez que me encuentre en una situación semejante, salvo por un pequeño GRAN detalle: la compañía. Sobre mi cuerpo sudoroso y convulso sonríe una joven morenita que explora mi anatomía con una destreza envidiable ante mi pasividad.

Trato de recomponer las piezas del puzle: ¿Dónde estoy?; ¿Cuánto tiempo llevo aquí?; ¿Quién es esta chica y cómo demonios se llama?; Pero al buscar la colaboración de mi cerebro, éste me hace un corte de mangas y me dice que con la ingesta etílica que llevo mejor se lo pregunte a mi padre.

¿Cómo he llegado a esto? Juraría que todo empezó hace un par de semanas; un martes o miércoles cualquiera. Una tarde de agosto en la que el sol madrileño metía horas extras, y yo, después de disfrutar el menú del Chef Mr. Dieta Veraniega, salí a redondear el banquete en la Pastelería Mamá Framboise, ¡que para algo iba al Gimnasio una vez por semana!

Estaba en el local de Alonso Martínez, salivando sobre el mostrador mientras me debatía entre la tartaleta de Yogurt y Frutos del Bosque y la tarta Sacher de Cerezas cuando escuché mi nombre. Al girarme, me costó reconocer a María, mi compañera de Erasmus en París diez años atrás. Estaba guapísima, rejuvenecida desde la última vez que nos vimos, haría como tres años.

Ordenamos nuestras correspondientes dosis de glucosa y aprovechamos para dar un paseo y ponernos al día. Yo le conté que seguía en el mismo trabajo cobrando el mismo sueldo para que mi jefe pudiera seguir presumiendo de su Porsche Cayenne (daños colaterales de la crisis…), y que desde hacía diez meses me había mudado al inframundo de la soltería, porque lo había dejado con Javi. Por su parte, María me contó que en octubre del año pasado se quedó sin empleo, y debido al varapalo que esto le supuso, rompió con Antonio. Estuvo varios meses deprimida, hasta que hace unas semanas conoció a su actual pareja: ¡Laura!

– ¿Y cómo fue ”eso”?; ¿me refiero a cómo te diste cuenta de….?

– Simplemente, descubrí mi sexualidad. Los hombres me habían dejado de atraer, y el cuerpo femenino se me antojaba cada vez más interesante, y un día, tomando algo en el Our Flower Pub, conocí a Laura. Desde entonces, mi vida ha cambiado y estoy superfeliz. ¡Hay que probar de todo para saber si te gusta!

Hablamos un rato más, pero al despedirnos el eco de estas palabras continuó resonando en mi cabeza. Realmente, yo nunca me había sentido tentada de tener relaciones con una chica, pero ¿quién sabe? Siendo sincera, de todos los polvos que había echado, pocos habían terminado en orgasmo, aunque esto lo achacaba más a no haber encontrado a mi chico que a un interés en el mismo sexo.

Los próximos días continué dándole vueltas al asunto, hasta que hoy por la noche me he armado de valor (y de alcohol) y he cruzado las puertas del Our Flower.

El bar estaba bastante animado y la música dance se escuchaba unos cuantos decibelios por encima de lo habitual. El sitio era coqueto, bien decorado y contaba con dos zonas bien diferenciadas: la pista de baile, en el centro del garito, que engullía toda la luz y el protagonismo, y las mesas de la periferia, dotadas de oscuridad, y, por tanto, de anonimato.

Me he “refugiado” en una de éstas para beber un Gintonic y pensar en mi siguiente paso, pero antes de que llegara la camarera ya tenía ocupada la silla de al lado por una chica joven, excesivamente joven, que me “estaba entrando a saco”, ofreciéndome una noche de “sexo loco”. Sobresaltada, apenas he alcanzado a rechazar la propuesta, deseando más que nunca tener una copa entre mis manos que calmara mis nervios.

Iría por la tercera, con una estrategia cada vez más difusa, cuando una joven de melena morena, de mediana estatura, se ha acercado a mí y con un marcado acento andaluz me ha preguntado si podía sentarse. Yo, hipnotizada por sus preciosos ojos de gata: grandes y negros, no he podido negarme, y mientras bajábamos rebujitos, nos hemos contado nuestras historias como si fuéramos amigas de toda la vida, sin que yo, inocente de mí, me estuviera dando cuenta de que con sus palabras, gestos y miradas me estaba seduciendo.

Luego todo ha fluido: ella me ha invitado con determinación a su apartamento, y yo he contestado con un NO en mi cabeza, pero con un SÍ en mis labios.

En su casa nos hemos empezado a desnudar como autómatas, y aquí estoy: tumbada en su cama, con los brazos en cruz y sumisa; tratando de disfrutar del momento. El problema es que no lo estoy haciendo. Me encuentro incómoda y a medida que «Dora la Exploradora» está bajando hacia mi ombligo me siento más violentada. Mi cuerpo rechaza sus caricias y mi mente ya se ha ido a dormir la resaca, que pronto aparecerá. Visto lo visto, parece que las chicas no me gustan. Me despido de “Dora”, y me veo saliendo a cámara lenta de aquel piso, como si de una película se tratara y los créditos estuvieran a punto de salir en la pantalla.

En plena calle recupero la frase de María, “hay que probar de todo para saber si nos gusta”, y llego a la conclusión de que está bien salir de nuestra zona de confort para vivir experiencias diferentes que nos ayuden a conocernos mejor, aunque éstas no siempre terminarán satisfaciéndonos.

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