Relatos de un viajero solitario

Relatos de un viajero solitario

Desde lo alto de la montaña pude ver más de un centenar de hombres; algunos de piel trigueña de estatura baja y otros de piel dorada, altos y robustos. Sus casas estaban construidas con rocas blancas extraídas de las montañas.

Un semicírculo de montañas todas blancas rodeaban la aldea y, hacia el sur observé una gran meseta y también un hilo azul a lo lejos, un río que volvía a esconderse detrás de las montañas, las que eran todas distintas y adquirían diferentes formas: una parecía la cabeza de un león, otra más allá era como un sable apuntando hacia el cielo, y pude distinguir una más que aparentaba el perfil de un hombre con barba muy larga.

Se ubicaba en el centro de la aldea una gran piedra, deduje que era mármol por su brillo; la cual sobresalía por sus dimensiones, unas tres veces más alta que las casas, y estaba tallada con forma de mujer, con largos cabellos ondulados y bellas formas. Sus pies estaban descalzos y en su mano derecha portaba una antorcha con fuego encendido.

El sol brillaba desde lo alto y todos los habitantes de la aldea se ocupaban de sus tareas, las mujeres eran de gran porte algunas, cargando tinajas de agua, otras atendiendo a las cabras y los niños jugando. A lo lejos, hombres vestidos con ropas claras y turbantes en la cabeza trabajaban la tierra.

Comencé a bajar por la montaña y encontré cuevas echas en la misma montaña con escaleras para subir y para bajar, con habitaciones y hasta ventanas. Entré a una de las cuevas y era de gran dimensión, podrían vivir allí familias enteras, pero no vivía nadie. Había restos de leña quemada y algunas vasijas para cocinar. También algunos cueros, y vestigios de que había sido habitada y había sido abandonada.

Cuando llegó la noche todo cambió abruptamente. El viento comenzó a soplar con intensidad, tan fuerte, que el fuego de la antorcha que portaba la estatua se desprendía de su mano y luego volvía a pegarse como magia. Escuché sonidos que jamás había oído en mi vida. El viento por momentos enojado y otras veces silbando canciones.

Me protegí en una de las cuevas porque temblaba de frío y me tapé con mis mantas y un cuero que encontré. Miré hacia la aldea y todo estaba a oscuras y las puertas y ventanas cerradas. Sólo la mujer de la estatua resplandecía como la luna misma. Me quedé embelesado y enamorado de esa mujer. Era una diosa verdadera. Su belleza, sus formas, y hasta parecía que con su fuego calmaba el viento y lo apaciguaba.

Me sentí atraído por la presencia de esta deidad, que a pesar de estar lejos, la percibía cerca, dándome calor, paz, protección. Quería disfrutar de esta experiencia incomparable y seguía mirándola, asombrado, curioso. En un momento vi que la mujer descendió de la base donde estaba parada y comenzó a caminar, a recorrer las calles de la aldea, y se tornó más grande aún y más luminosa.

Después de un rato la deidad miró hacia donde yo me encontraba y comenzó a acercarse, y sentí que una mano suave me tocaba la frente y me entregué, cerré mis ojos y me dormí.

Cuando desperté mis ojos se encandilaron de luz y supe que la noche de ensueños había concluido. La mujer de la estatua ya no me acompañaba. Se había acercado a mí, solo para hacer alarde de su astral luminosidad; cubierta con su manto de cielo oscuro y estrellas, solo para demostrarme sus poderes. Se molestó al descubrir mi embelesamiento hacia ella y la muy orgullosa no permitiría que un pobre viajero haraposo osara disfrutar de sus destellos mágicos, y me cegó. Caí en las profundidades de un mar calmo, sereno, oscuro. Un lugar donde solo habitaban corazones latiendo al mismo ritmo. Sin pensamientos. Sin sonidos. Sin imágenes. Solo latidos.

¿Dónde estás mujer de la estatua? ¿Me has abandonado? ¡Me has dejado preso en esta cárcel de rocas! Estoy temeroso, ahora. Ya el sol está alzándose, y yo no logro recuperar mis fuerzas para seguir mi travesía.

¡Aquellos lobos vienen hacia mí! Correré en dirección a la montaña del sable apuntando el cielo, y una vez que trepe del lado oeste, no me alcanzarán.

¡Uf! Por fin retrocedieron los guardianes de la mujer de la estatua. Descansaré un momento. Ya cesó el peligro.

¡Oh! Bendito sea Dios. Un manantial de aguas que vienen deslizándose por las rocas. Un oasis vivificante oculto entre cercos de montañas milenarias, cargadas de historias de sangre, dolor, sufrimiento, traiciones, odio, y huidas en busca de nuevas esperanzas.

Me quité mi ropa sucia y polvorienta, y me entregué a la frescura de esas aguas puras y cristalinas. Bebí de ellas y acariciaron mi garganta reseca. Sentí un infinito placer en todo mi cuerpo.

La mujer de la estatua no me había abandonado. Hallé también rodeando las aguas, arbustos cargados de frutos deliciosos. Ese lugar de encanto entre las montañas era su propia creación. Tenía su luz, su frescura, su perfume, y me había invitado a mí, al viajero harapiento, a su morada.

Verdaderamente esta experiencia me transformó en un hombre nuevo. Mis ideas de suicidio, mi stress, mis ansiedades, el desinterés que tenía por mi propia vida, habían desaparecido.

Cuando regresé a mi ciudad, en Buenos Aires, todo había cambiado; mi casa se veía más luminosa y cálida; las personas en la calle me saludaban con una sonrisa, y tenía, ahora, deseos de reencontrarme con mis amigos, con mi familia, y recorrer cada rincón de mi barrio como cuando era un niño, en bicicleta.

Había sido, sin lugar a dudas, el mejor viaje de mi vida.

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