Un viaje al fin del mundo

Un viaje al fin del mundo

Roberto Bochatay

29/08/2017

El verano del 2013 no fue de arenas blancas, ni de delgadas palmeras meciéndose suavemente por la brisa marina. No tuvo espigadas imágenes de cuerpos bronceados deambulando sin rumbo, de aquí para allá, con destinos inciertos.

La propuesta sorpresiva vino de María. Iríamos al fin del mundo, a Tierra del Fuego, en los confines helados del Sur. Visitaríamos Ushuaia, la ciudad más austral del continente americano, allí donde el frío y el viento hieren la piel y las mucosas, y donde la palidez de los rostros se confunde con la nieve.

En nuestro primer día de vacaciones recorrimos la isla, y fué en la orilla del lago Fagnano en donde nuestras miradas se dirigieron hacia adelante, como para descubrir que había más allá . Solo percibimos la bruma, que con su color grisáceo quebraba el uniforme blanco níveo. Allí las formas se distorsionaban pareciendo que todo se terminaba, que era el final, la imagen de la nada.

El segundo día de nuestra estadía recorrimos Ushuaia, que en idioma yaguán significa «al fondo», y allí fuimos a visitar la cárcel maldita, cerrada hace muchos años, en donde los condenados llegaban luego de un viaje en barco de aproximadamente treinta días. El mismo era un infierno para aquellos pobres mortales; el calor y la humedad, el carbón oscureciendo sus rostros, dejándoles una máscara grotesca, los grilletes en ambos pies unidos por hierros que lastimaban a cada paso sus talones, y sobre todo el hambre que los iba consumiendo, completaban el suplicio impuesto.

Al llegar a la cárcel era el frío el peor enemigo, pero no el único, los golpes y cachiporrazos en las extremidades propiciados por la doble hilera de policìas, haciendo de esta residencia aún más doliente que las prisiones descriptas por Gorki, en sus cuentos la Rusia zarista.

Recorrimos los pasillos sin ventanas, y observamos los enormes recipientes donde se quemaban los leños para dar algo de calor en esos inviernos australes. Aquellos daban la sensación de que transitábamos un tunel sombrío hacia la muerte. Se la llamaba la cárcel cementerio, e increíblemente en el documento oficial de su creación se la nombra como cárcel eliminatoria.

Lasa autoridades argentinas habìan creado ese presidio en el punto màs al sur del pais, llevando a los peores criminales, para que el rigor del clima, el trabajo obligatorio y la imposibilidad de fugarse les sirviera de castigo. Todo llevaba a un lento y degradante deterioro de los cuerpos y de las almas de los penados.

Las celdas eran muy pequeñas, con pesadas puertas que ostentaban aberturas de veinte por veinte centímetros, necesarias para vigilar a los presidiarios. Con otros turistas las visitamos. En esos momentos fue cuando presenté un intenso mareo y una sensación única que me hizo retroceder en el tiempo. Todo cambió, y ahora la celda estaba en penumbras y cerrada, y yo estaba adentro, preso y escribiendo una carta. El frío era muy intenso, comencé a toser y ha sentirme afiebrado. Se escuchaban gritos provenientes de otras celdas.

El aire que respiraba era húmedo y hacía daño a mis pulmones, mis manos estaban rígidas, y no sentía mis pies.

Me despertaron por fin las voces de turistas alemanes, y me dijeron que había tenido una lipotimia, pero dentro de mi cerebro sentía que habìa tomado el cuerpo y el alma de un expresidiario.

Ya terminadas mis vacaciones, y durante casi dos años me dediqué a investigar las crónicas de la cárcel. Y un día de otoño supe quien había estado en mi cuerpo aquel día. Se llamaba Jesús Perez, natural de La Coruña. No hay registros del porqué de su ingreso carcelario. Si se sabe que se pasaba largas horas escribiendo cartas a su hermana Flora. Pretendía que le hiciera llegar ropa de abrigo, frazadas de vagueta, toallas, medias gruesas, jabón de cara, y sobre todo suplicaba que le contestara.

En sus largas misivas siempre mostraba la esperanza de recuperar la libertad pronto, sólo le molestaba los frecuentes accesos de tos nocturnos, y la fiebre que se presentaba sin anunciarse. Estas cartas fueron escritas en los meses de febrero, julio y noviembre del año 1.916. Existen documentos que narran que la familia cumplió con los pedidos, mandándole una encomienda de cinco kilogramos de peso. Sabemos también que Jesús nunca la recibió pues la muerte lo alcanzó solo y encerrado.

Debo aclarar que los últimos días de mi estadía en el extremo sur, fueron teñidos de triztezas y dolor. Ni las excursiones al Canal del Beagle, ni la visita al increíble faro del fin del mundo narrado por Julio Verne, ni siquiera las exquisitas centollas chilenas pudieron mitigar la sensación de vacio que sentía.

Creo que sin lugar a dudas, éste fué el único viaje en que abandoné mi cuerpo para ser otro, para sentir su dolor y su miseria, para transitar el camino hacia lo desconocido, hacia lo irreal, hacia el auténtico fin del mundo.

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