¿Sabes qué hay en la azotea?

¿Sabes qué hay en la azotea?

No fue necesario comprar boleto. No hice maletas, ni un itinerario. Sí investigué a dónde iría. Durante un año leí y escuché anécdotas asombrosas de personas que habían hecho un viaje como el que yo estaba a minutos de emprender. La amiga que me animó, lo había hecho dos veces; decía que era lo más maravilloso y emocionante que le había pasado en la vida.

Me mataba la curiosidad; jamás sabría la verdad hasta no viajar por mi misma.

Por fin, la cita era a las 10 de la noche; el guía me recibió en punto. Estábamos en el tercero de los cinco pisos que estructuraban un edificio antiguo de la Zona Rosa; en el corazón de la siempre acelerada Ciudad de México.

Una luz muy tenue alumbraba el cuarto; había una cama individual, cubierta con una sábana blanca; a un lado había una silla y una mesita con la única lámpara encendida. La ventana sin cortinas dejaba ver al exterior y estaba a ocho pasos de la cama, (lo supe después, cuando los conté), y aunque estaba cerrada, se podía escuchar el tránsito de los autos; ahí la noche no era tan negra como en otras partes, las luces de la calle la pintaban de colores.

Me indicó que me acostara y obedecí; a eso había ido. Estaba nerviosa, llena de dudas.

-¿Y si pasa algo malo?

-No pasará nada malo, estate tranquila. Si tienes preguntas, de una vez hazlas.

Negué con la cabeza. Había decidido que nada me persuadiría de no realizar el viaje, y si titubeaba me pondría más nerviosa y no quería eso.

Empezamos con unos ejercicios de meditación profunda que me situaron en un estado mental de plena confianza y paz. En ese punto era más mente que cuerpo, no sabía exactamente si estaba dormida o despierta. Entonces empecé a escuchar, junto con su voz, como un zumbido constante, en una frecuencia primero muy baja y conforme él hablaba, subía poco a poco el volumen de ese sonido. Nunca interfirió con su voz; la complementaba.

Me sentía diferente, como en un sueño casi despierta o en una vigilia casi dormida. Estaba en esa frontera de la inconsciencia, donde ya no se siente el cuerpo como se siente normalmente.

El guía, con la frecuencia y palabras adecuadas, me fue llevando a la cima de esa línea divisoria y desde ahí me ayudó a «saltar».

«Desprenderme» fue muy fácil; eso creí hasta que el guía más tarde me comentó que nos habíamos tardado un poco más de dos horas en alcanzar mi punto de «salto». Dijo que ese había sido el proceso necesario para que lo hiciera de un modo tranquilo, casi natural.

-Estoy fuera de mi cuerpo, me estoy viendo.

-¿En dónde estás exactamente?

-Encima de mi cuerpo, frente a ti.

Era una sensación fascinante, jamás antes experimentada por mí. Yo era etérea, volátil; veía a mi materia ahí acostada. No sentía mi respiración, pero no me faltaba el aire. No sentía ni calor, ni frío, pero sí un poco de ansiedad.

-¿Estás bien? ¿Qué sientes?

-¡Siento emoción y miedo! No sé qué hacer.

-¿Ves la ventana?

-Sí.

-Ve a la ventana.

-No sé cómo ir ¿cómo lo hago?

-Solamente muévete hacia ella. Asómate a la calle. Deséalo y hazlo.

Era alucinante tener que pedir instrucciones para poder actuar. No tenía idea de cómo moverme en esa dimensión. Por momentos sentía que yo abarcaba todo el cuarto. Lo recuerdo como que hubiera sido una cámara que veía por encima, por debajo, todo lo que ocurría a mi alrededor, pero no tenía los recursos para llevarme de un lado al otro sin que me indicaran cómo.

-Estoy en la ventana.

-¿Qué es lo que ves?

-Veo el vidrio, la calle, los coches que pasan, las luces.

-Ahora sal a la calle.

-¿Cómo salgo a la calle? la ventana está cerrada.

-Solamente sal, no necesitas que esté la ventana abierta. Tú puedes salir. Solo ve hacia afuera.

Fue algo impresionante lo que ocurrió: salí por la ventana, no importó que estuviera cerrada. De pronto, estaba ahí, a la intemperie, a tres pisos por encima del pavimento.

-¡Dios mío! estoy afuera.

-¿Qué ves?

-Veo el suelo, los coches, mas allá veo el Ángel de la Independencia.

-¿Nos ves a ti y a mí dentro del cuarto?

-No, solo veo la calle

-Gira hacia atrás.

No sé cómo giré si no tenía cuerpo, pero nos vi, a través del vidrio cerrado. Él miraba hacia la ventana; mi cuerpo parecía plácidamente dormido en la cama, y todo el cuarto estaba en la penumbra de la tenue luz de un foco.

Todo me parecía de sueño. Tal vez estaba soñando, pensé. De las cosas raras que estaban pasando, era que yo lo escuchaba con los oídos de mi cuerpo; él todo el tiempo habló normalmente, en voz alta, mientras yo me comunicaba con mi mente, con la boca cerrada.

-Nos veo. Estoy soñando ¿verdad?

-No, no estás soñando. Ahora voltea hacia arriba y dime qué ves.

-Veo el edificio, las ventanas de otros pisos, la orilla donde termina la construcción y empieza el cielo.

El guía me indicó que fuera a la azotea y que le dijera qué veía.

-Veo unas jaulas de malla metálica, algunas tienen ropa tendida adentro; veo dos llantas viejas, una encima de la otra; veo lavaderos, uno está ocupado por una señora que lava. Hay cuartos de servicio.

Me sentí lejos y muy sola; vulnerable y con miedo por esa inmensidad que me rodeaba, que me abarcaba y en la que podía perderme. Sobre todo, me sentí peligrosamente dependiente.

-Quiero regresar, ¡tengo miedo!

Era como un globo de gas y él sujetaba mi cordón.

Regresé a mi cuerpo y a mi conciencia corporal. Había sido increíble y, tal cual no lo creía.

-Sube a la azotea.

Subí. Ahí estaban las jaulas y la ropa, las llantas y los lavaderos. Uno de ellos ocupado por una señora que lavaba.

Había hecho el viaje. Un viaje astral.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS