Cuando decidimos hacer un viaje siempre pensamos en las cosas que no realizamos día a día. Visualizamos el mar y el sol nutriendo nuestras caras, una visita después de un tiempo a casa, la curiosidad por ver que se esconde en otros lugares, tranquilidad sin más o bueno, un retiro espiritual.

Para realizar ese viaje nos preparamos con tiempo, es algo que decidimos hacer a lo grande e invertimos dinero para que todo salga perfecto, al fin y al cabo llevamos tiempo esperando para ésto. Llega el momento y empiezan los preparativos, maletas llena de ropa y más ropa, cámara para inmortalizar los momentos mágicos, cepillo de dientes, pasaporte, billetes de avión, la reserva del hotel… ¿ Lo tenemos todo? Pues no, siempre falta lo más importante…

El hecho de planearlo todo al dedillo, coger un avión para recorrer 3.000 km o 4 horas en coche, no hacen que el viaje vaya a ser más especial. Cuando estas dispuesto a aprender, desconectar y volver a conectar con aquello con lo que tienes que hacerlo, cuando decides ver con distintos ojos ese día y dejarte sorprender por cada pequeño detalle, incluso abrir la puerta y salir de casa puede ser un auténtico viaje. No es el destino o las muchas cosas que vamos hacer durante, si no la consciencia plena de lo que realmente esperamos y queremos descubrir con él, eso es lo más importante.

Hace poco hice un viaje. Esperaba muchas cosas de cinco días, calidez prestada por los míos, recuerdos que abastecieran la añoranza que provoca estar lejos, respirar familiaridad y satisfacer abrazos pospuestos por la lejanía. Lo malo de esperar es que a veces las expectativas no se cumplen y eso fue lo que pasó en esos días. Todo lo que esperaba dejó de tener sentido al cabo de unas horas. En meses todo había cambiado, no técnicamente pero sí en esencia.

Estaba en casa, con los míos, con aquellos a los que echaba en falta en mi nuevo lugar. Todas y cada una de las personas a las que había previsto ver estaban allí, iban llegando por tandas y pasando a la pequeña reunión de vuelta. No solo estaba contenta si no que además estaba donde había querido estar, llevaba semanas planeándolo. Estaba allí, sentada en el lugar que un día era hogar, rodeada de los que son familia, sonriendo, escuchando sus voces y, sin embargo, no quería. No es que no estuviera bien ni que no me alegrara por ello, pero no era el momento, no mi momento. No estaba preparada para disfrutar de la forma en que se hace porque no había pasado el tiempo suficiente. No me refiero a tiempo físico si no a tiempo mental, para darme cuenta de aquello que acabé descubriendo poco después.

Claro que había echado de menos todo eso y también hoy lo echo de menos, pero de otra forma, una forma más serena, menos impaciente, de una forma resignada, quizás la forma más adecuada de echar de menos a aquello que conforma algo de paso. En este viaje no obtuve lo esperado y por ello no gocé de nada ni tampoco de nadie. Me cabreé, agobié y destrocé aquello que iban a ser mis vacaciones. Volví con una sensación triste y pesada que me duró algún tiempo, hasta que la entendí y entonces transformé el concepto de viaje. Un ideal de viaje que me llena más que los favoritos de entre las redes sociales.

No disfruté, porque la sensación de un principio me nubló y no me dejo ver. Me agobió ver que nada había cambiado, tras mi marcha todo seguía igual, todos estaban igual. Llegar allí fue meterme en el mismo «agujero de gusano» del que había escapado poco tiempo antes. Mismo sitio, mismas cosas, mismas personas. Pero… ¿que esperaba? No lo sé.

En mi interior sabía que todo sería igual, pero hay un resquicio de tu mente que espera algo más. Supongo que por egocentrismo, dar importancia a tu partida no solo para ti si no también para los que se quedan y por ilusión, dejar huella y que el tiempo no haga mella. Al no encontrar ninguna de esas dos cosas me vine abajo. No había dejado huella en esa ciudad porque, por mucho tiempo que estuviera allí, no hice nada para que así fuera. Ahora soy consciente. Y el tiempo hizo mella en mi porque así es como debe ser.

No supe ver que aquella ciudad fue casa transitoria, lugar de paso y, por tanto, me decepcioné. Ahora la sensación es totalmente contraria, lo veo con claridad.

Casa es un lugar que te envuelve de una forma familiar, que te aporta seguridad y tranquilidad, un lugar al que acudir cuando lo necesites porque siempre estará allí y, en eso, aquella ciudad no me falló. Pero nunca fue hogar y la diferencia es abismal.

Hogar es una morada donde se respira amor, amor de los tuyos, de tu familia, donde el mundo se para y te da un descanso cuando lo necesitas. Hogar son tus personas y, por lo tanto, donde estén, aunque sea por unas horas. Esa ciudad nunca fue mi hogar, pero sí me dió a cuatro de las personas que lo forman y por no entenderlo, no disfruté de la pequeña pero suficiente dosis para poder seguir con mi camino a casa.

Hoy, sé que ese viaje me ofreció no lo que esperaba si no algo más. Una visión de mi vida que ningún otro me ha ofrecido antes, ver las cosas según el momento en el que se te ofrecen y disfrutar de ellas en consecuencia. Esperar solo aquello que con certeza se te dará y no más, pues no es justo para ti y tampoco para con el viaje. Nútrete con aquello que verás y aprenderás en ese trayecto por poco o corto que sea, deshazte de la maleta, móntate en tus pies y déjate llevar sabiendo que estas empezando a viajar, acumulando sensaciones para seguir llenando tu hogar.

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