Si aquella tarde mi tía Julia no me hubiese pedido quedarme con los niños, yo no habría salido al parque. De no haber ido, no me hubiese cruzado con Laia, quien casualmente y entre el alboroto de los niños sumergidos en el mundo del juego, me informó sobre la charla que daban en la okupa aquella noche -del mismo modo que hubiese podido hablar del mal tiempo o del atentado sucedido recientemente en Barcelona-. No obstante, me habló del evento, al que no se me hubiese ocurrido asistir de no haberme interesado el tema o de no haber estado disponible. Asimismo, caso de no haber ido, tampoco me habría reencontrado con ese viejo conocido, con quien tiempo atrás ya habíamos soñado despiertos, conversando ajenos al paso del tiempo sobre lo emocionante de lanzarse a lo desconocido, para aprender a ver con otros ojos lo que en “nuestro mundo” nos rodea y tomamos automáticamente como definitivo.

Como no podría ser de otra manera, él no tenía mejores planes para luego. Conseguimos unas cervezas y fuimos a charlar a la playa, aprovechando la claridad con que la luna casi llena interrumpía la oscuridad absoluta.

Llegado el momento, confesé en voz alta por primera vez la decisión que había tomado meses atrás.

-Yo me largo.

-¿Te vas? ¿A dónde?

-A descubrir el mundo.

Puede que Los Titiriteros jugasen con Quim su primer movimiento en la que se presagiaba como una larga partida: me acababan de proporcionar compañero de camino, pues no vaciló un instante en sumarse a la iniciativa.

***

Probablemente, si mis padres no fuesen un par de viajeros empedernidos, a mi nunca me hubiese dado tan fuerte por ahí… O puede que sí.

***

Cuando, un tiempo después, hubimos reunido todo lo necesario partimos dejando “nuestro mundo” a un lado, para adentrarnos en aquél que todavía no habíamos tenido oportunidad de conocer… sin la menor noción sobre cuando nos volveríamos a reunir con los nuestros. Ese era el precio por saciar nuestra sed de curiosidad hacia lo que habría y cómo serían las cosas “más allá”.

Es en este punto donde se pone divertida la partida, jugando el factor sorpresa el papel principal…, junto con -por supuesto- el de Los Titiriteros, quienes parecen divertirse de lo más dirigiendo no sólo nuestros hilos, sino los de todos aquellos que se cruzan en nuestro camino. El resultado de esta conjunción: la aventura garantizada.

Algunas veces Los Titiriteros, que parecen estar siempre pendientes, se limitarán a pasar turno; otras optarán por mover, colocando la “ficha” ideal en nuestro camino, con el fin de responder a algunos de nuestros más recientes deseos o necesidades, y dotando así al juego de un giro del todo imprevisible.

Fue remarcable, por ejemplo, el movimiento de hilos ejecutado para permitirnos reencontrarnos con unos buenos amigos conocidos semanas atrás, de quienes nos despedimos olvidando por completo intercambiar contactos. En aquél caso, se tuvieron que dar a un tiempo nuestro paso por una población en la que ignorábamos ellos se hallaban, a la vez que estacionásemos para acercarnos a contemplar el lago; junto con el hecho, por su parte, que tuviesen que realizar una llamada urgente, para la que necesitasen recargar crédito, puesto que se les había acabado en aquél preciso instante. La sorpresa de la imprevista confluencia condujo al gozo de abrazos que detienen la calzada, seguido por varios kilómetros de recorrido compartido, adobados por el placer de la buena conversación y reflexión.

O, por señalar otro caso, si entre tomar la ruta A o la B, llegamos a tomar la A, se nos rompe el motor en mitad del desierto. Sólo porqué nos obsequiaron con la voz pertinente para advertirnos de los obstáculos que dificultaban el acceso por la primera, nos decantamos por la segunda. Casualidades de la vida, ésta nos conducía por el lugar de residencia de la mamá de un poco tratado por nosotros, pero bien estimado amigo de papá. Aun siendo ella consciente de nuestro paso ligero por allá, y sin conocernos en absoluto, nos abrió la puerta de su casa y las de su corazón. Habiéndonos despedido después de un más que agradable aunque fugaz lapso de tiempo con ella y su familia, rearrancamos decididos a devorar kilómetros, cuando llegados al medio de la nada, un sospechoso TAC-TAC-TAC-TAC desinfla nuestro globo de ilusión. La urgencia de un mecánico de imperativa confianza nos devuelve al hogar de nuestra amorosa anfitriona y sus chicas, quienes salpicarían de alegría la tediosa espera, estrechando lazos que ya no se van a desatar.

No menos llamativa fue la que nos jugaron hoy mismo, a punto de desistir de encontrar la información adecuada sobre unas reservas nacionales a las que nos habían recomendado efusivamente ir -en el país donde los “puntos de información turística” confunden con datos incompletos y contradictorios-. Nos disponíamos a seguir camino con intención de acampar lo más cerca posible de ellas. Fue el momento óptimo para que la batería del auto dictaminase fallar. Esta situación, atrajo a nosotros a un curioso personaje que no dudó en brindarnos su tiempo, energía y ánimos hasta que el rugido de nuestro furgón logró deleitarnos de nuevo. Habiendo simpatizado, la charla se prolongó hasta el punto en que nos fuese imposible pensar en avanzar camino antes del anochecer. ¿De qué modo, si no de éste, hubiésemos ido a acampar al único espacio tranquilo del lugar? Allí estaban ellos, como esperándonos. Nuestros proveedores de toda la información precisada y futuros amigos viajeros.

Éstas -entre una infinidad de otras- imprimen una huella en el alma de quien las vive, enriqueciéndola desde la espontaneidad y un conjunto de factores en serie, cuyo jugoso fruto resulta en un cambio de rumbo del todo inesperado en el camino a seguir, complementado por entrañables amistades que, sin lugar a dudas, quedarán entre los más valiosos souvenirs de todo viaje.

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