Mi tío Joaquín iba para astronauta.
—Tenía las mejores notas de clase —corroboraba mi madre —pero, si no vas a la universidad, olvidate de entrar en la NASA.
—Ni en la NASA ni en ningún sitio —nos advertía él.
Pero mi tío no renunció a su sueño. Entrenó cuerpo y mente, estudió durante años culturas milenarias y, por fin, desarrolló su propia forma de viajar. Encerrado en su habitación, se tumbaba en la cama y proyectaba su espíritu al espacio. Liberado de la carga material de su cuerpo, viajaba a velocidades que el ser humano jamás podría soñar.
Sus encierros podían durar más de un día y, cuando regresaba, se le veía agotado, con grandes ojeras y unos cuantos kilos de menos.
—Si a los astronautas se les quema la nave cuando aterrizan, imagina a mi padre, que no lleva ni traje —quiso explicarme Mario
—¡Qué va! —le repliqué —. Es por lo de «Enstein»
—Escucha a tu prima Mario, que ella sí que atiende —intervino mi tío—. Para vosotros solo han pasado unas horas, pero para mí pasan años. Es la teoría de la relatividad.
Lo primero que hacía, una vez recuperado, era visitarnos a la habitación de Mario para contarnos, con todo lujo de detalles, sus aventuras. ¿Qué sentido tendría ser un explorador si no hay nadie a quien asombrar con tus descubrimientos?
Así, por él supimos que había planetas con un cielo tan brillante que, si cerrabas los ojos, aún parecía que era de día. Observó múltiples soles saliendo al unísono por el horizonte, compitiendo entre ellos para que su luz dominara el amanecer. Recorrió campos interminables de flores extravagantes cuyos exóticos aromas despertaban los instintos más profundos, infundiendo el miedo en el alma de sus posibles depredadores o atrayendo, mediante el hambre más atroz, a sus futuras víctimas.
Probó también frutos nutridos bajo la luz de una supernova, de sabores tan intensos, tan primarios, que aquel que no tuviera una gran fuerza de voluntad caería al suelo y no se movería hasta perecer de hambre, por miedo a que la ingestión de otro alimento sustituyera a la explosión que inundaba su paladar y nublaba todos sus sentidos. Caminó descalzo sobre nubes tan densas que podía moldearlas con sus propias manos, mientras las minúsculas tormentas contenidas en ellas le cosquilleaban la piel.
—Pero papá —quiso saber Mario —. ¿Nunca tienes miedo?
Esta vez hizo el tío Joaquín una pausa, pero no por no saber la respuesta, sino por no encontrar las palabras.
—Hay momentos —continuó, con la vista fija en el suelo —en los que navegas tan, tan profundo en el espacio, que hasta se pierde la vista de las estrellas. Son tan extensos estos vacíos yermos de luz que recorrerlos puede llevarme años, perdiendo poco a poco, como si me desangrara, las sensaciones acumuladas durante el viaje. Me convierto entonces en una cáscara vacía, un ciego que ha perdido el resto de los sentidos. En ese momento, tu propia mente se convierte en una voz repetitiva que parece venir de todas direcciones. Si eres débil, si solo tienes pensamientos negativos, los aullidos pueden llevarte a la locura, y acabar desorientado y sin rumbo.
—Pero no temáis por mí —continuó, suavizando el tono —. ¿No lo sabíais? El recuerdo es como una bobina de hilo gigantesca que se va desplegando conforme me alejo de vosotros. Si estoy perdido, solo tengo que recogerlo y seguir el camino de vuelta.
De todas aquellas historias maravillosas conservo, sin embargo, el recuerdo amargo de una de ellas, pues marcó el punto de inflexión en nuestras vidas.
Mi tío nos estaba hablando sobre las constelaciones.
—Sus nombres y formas no son fruto de la casualidad. Centauro está habitada, efectivamente, por centauros, y Piscis la forma una coalición de planetas acuáticos.
—¿Has visitado todas las estrellas conocidas? —quise saber.
—Claro. ¿Sabíais que la Estrella Polar es una gran esfera de hielo que irradia frío en vez de calor? Y sobre ella viven…
—¿Y la Estrella del Genio? —interrumpió Mario.
Su padre se quedó perplejo. Le expliqué, comprensiva, que dicha estrella salía en un libro bastante reciente. Trataba sobre dos niños que vivían diversas aventuras hasta encontrar una estrella en la que habitaba un genio cuyo poder podía curar a su madre, afectada por una terrible enfermedad.
Mi tío meditó un instante y, frotando la calva cabeza de Mario para hacerle rabiar, le prometió buscar la Estrella del Genio.
A Mario lo trasladaron esa misma semana al hospital y jamás volvió a casa. Su padre nunca fue a visitarlo, pues centró todos sus esfuerzos en encontrar aquella milagrosa estrella que podía salvar a su hijo. Pasaba varios días encerrado en su habitación explorando y, cuando salía, caminaba como un muerto viviente por casa, el alma y el cuerpo consumidos del agotamiento, incapaz de mirarnos a la cara y de reconocer un nuevo fracaso en su búsqueda.
Su esfuerzo no tendría recompensa. Mi madre y yo volvíamos del hospital. Ella no paraba de llorar. Al llegar a casa se fue directa a la habitación de mi tío Joaquín, rompiendo la prohibición de entrar con la puerta cerrada. Salió de ella casi al instante y se fue corriendo a por el teléfono del comedor. Aproveché entonces para escabullirme por la puerta abierta. En la penumbra podía ver a mi tío sobre la cama, tapado hasta el cuello. Su respiración era débil, apenas perceptible, pero mantenía los ojos abiertos, la mirada perdida y vacía hacia la mesita, donde se acumulaban las jeringuillas. En el rostro, salpicado de vómito y saliva, no quedaba rastro de carne, tan solo piel y huesos. Le pellizqué la mejilla, pero no hubo reacción alguna. Desesperado, su mente había sobrepasado los límites y viajado tan lejos que el hilo que le unía a nosotros se había roto. Jamás podría encontrarlo. Como un alma perdida, vagaría eternamente por la oscuridad del espacio sin un cuerpo al que regresar, buscando sin descanso la luz de una estrella inalcanzable.
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