Cómo es posible que no le hayan dado un premio Nobel al que se le ocurrió poner ruedas a las maletas; será una tontería, pero cuánta inteligencia encierra y cuánta libertad regala. Sin esas ruedas ahí puestas, me habría sido imposible arrastrar este pedazo de maletón desde mi casa hasta el aeropuerto, del aeropuerto hasta esta rampa por la que estoy subiendo, no sin cierto esfuerzo, lo reconozco. Pero no me importa porque este barco me va a llevar al crucero de mis sueños y no estoy dispuesta a que una flojera final por tirar de este mamotreto de maleta me arruine ni por un momento mi viaje.
Llevo años soñando con este día y un montón de meses ahorrando para comprarme un pasaje y de los de preferente, que la ocasión lo merece, desde luego. ¡La de veces que me he metido en Internet buscando la fecha propicia, el momento oportuno, que una cosa como esta no se puede hacer al tuntún, qué va! Que si el camarote-suite ya estaba ocupado, otras que a mí no me encajaba bien la fecha con mis planes cotidianos y claro, sin organizarme adecuadamente para que todo cuadrara no me iba a ir, que en esta vida hay que saber cuándo y de qué manera se deben hacer las cosas, si es que quieres que todo te salga bien, claro. Porque ya que me pongo y ya que me animo, voy y me lanzo… aunque eso sí, yo soy de las que procuran estar bien atentas para que no se escape detalle alguno, que luego por un fallito tonto se va todo al traste y después, ¡ni crucero ni vida nueva!
Desde el primer momento me di cuenta de que esto de las ruedas de las maletas iba a ser uno de esos pormenores que de menores tienen poco. Buff, parece que no, pero aun con ruedas y todo, cuesta lo suyo llevar la dichosa maletita… ¡Todo sea por ver mi sueño hecho realidad!
¡Qué preciosidad de cubierta, me encanta, no paro de mirarlo todo embobada porque yo, como soy de interior, nunca me he subido a un barco! Bueno, tengo que reconocer, que un día nos dimos un paseo en una barca, sí, aquella vez que me llevó al estanque del Retiro cuando éramos novios; me gustó mucho, pero en fin, esos eran otros tiempos y otras aguas… La verdad es que este barco es majestuoso, es como los que salen en las películas americanas o más, y yo aquí, navegando en él. ¡Madre mía, todavía no me lo creo! Oye, igual me encuentro con algún actor famoso de esos de la tele porque por aquí se ve gente con mucha pasta y glamour. Bueno, yo estaré atenta porque como me cruce con alguno, seguro que no se me escapa, le pienso decir que nos hagamos un selfie y luego se lo mando a mis vecinas… se van a quedar muertas de la envidia.
No sé cómo será mi camarote, estoy llena de curiosidad, aunque claro, no lo puedo saber porque me ha sido imposible llegar aún; pero no me preocupo, me quedan muchos días para disfrutarlo y ahora no debo despistarme, que lo primero es lo primero. Es tan grande este barco que llevo media hora andando queriendo llegar a popa y entre que me he perdido un rato y que esto no tiene final, aún estoy por aquí de paseo con cara de despistada tirando de mi maletón. Y sigo andando, y de pronto se asoma por fin ante mis ojos un camino de espuma que va dejando el barco, es preciosa, es infinita. Me sobrecojo, miro a todos lados y no queda ni rastro de la costa. Mar, agua y más mar a mi alrededor. Bajo mis ojos y ahí está, una inmensa estela abriéndose camino por las azules aguas. Siento ganas de alargar mi mano, de rozarla y una brisa salada moja mi piel.
Agarrada a la barandilla de cubierta me agacho y lentamente descorro la cremallera de la maleta. Mi mano tira de otra mano que se asoma y así, con todas mis fuerzas, lanzo al agua ese brazo que tantos empujones me dio. Me encuentro un pie que intenta salir solo de la maleta, como si quisiera escaparse, tiro de él, lo arrojo y veo cómo se hunde la pierna que tanto me pisoteaba cuando yo estaba en el suelo pidiendo clemencia. Este otro brazo ya no va a levantar más el puño contra mi cara, buen viaje lleve. Quizá esta otra pierna eche de menos las patadas que me propinaba hasta hacerme perder el sentido. Cariño, qué feos y ridículos están tus testículos, así, tan flojos y sanguinolentos, seguro que serán buen pasto para alimentar bicharracos en las profundidades, por fin van a ser útiles para algo y no como cuando los usabas para humillarme y desgarrarme. Cuántas veces hubiera querido agarrarte así de los pelos y zarandearte al aire, como ahora, para explicarte que la cabeza no sirve para idear cómo hacerme daño, sino para decirle al corazón cómo amarme. Miro con repugnancia lo que queda en esta pestilente maleta, esas vísceras sanguinolentas, esa casquería apestosa… espero que le den debida cuenta las alimañas marinas. Lentamente tiro la maleta por la borda, me giro y dejo atrás esa maravillosa estela de mi nueva vida haciéndose cargo de todo.
Es maravillosa la sensación del deber cumplido, me siento como cuando mi maestra me felicitaba por ser la que mejor hacía la tarea; porque yo, cuando me pongo, me pongo.
María Pérez-Tomé Román
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