El Aroma de la eterna juventud

El Aroma de la eterna juventud

Allí estaba yo tras uno de esos despertares regocijados de imágenes y momentos en la cama, el día después de regresar a casa, con ganas de no hacer nada. En mi mente se procesaban las últimas semanas. No tenía claro si estaba cansado del viaje, ocho mil kilómetros encima de mi moto, o me aturdía la idea de que se hubiera terminado tan rápido. Me consolaban los destellos de otros horizontes para el próximo viaje aparecidos a final de trayecto, pero la intensidad de mis emociones con ese proyecto retenido durante décadas y ahora recién clausurado, me alegraba la existencia y me aferraba a esos recuerdos con añoranza.

Un revoltillo de sucesos en el tiempo recargados de contraindicaciones me alejaron de todas mis aspiraciones y deseos en plena juventud, a principios de los noventa, y tras tiempos muy difíciles casi treinta años después de verme obligado a deshacerme de la moto y equipos por “fin de trayecto”, contra todo pronóstico, me veo aún a la búsqueda de temas que la vida me requisó y quiero regalar a mi existencia mientras sea posible. Desde mi primer viaje sobre dos ruedas al estreno de los ochenta, sigue intacta la confianza que profeso en este medio de transporte, a pesar de haber tenido todo tipo de experiencias.

La aventura empezó un mes atrás cuando se paró el tiempo ante una eternizada e incómoda espera donde, sin pensarlo demasiado, comencé a contactar con gente para viajar hacia el centro y este de Europa. La ausencia de respuestas o las negativas no consiguieron frenarme. La disponibilidad de tiempo en mi agenda me permitía movimientos complicados para otros y mi decisión de seguir adelante, me llevó a escuchar cosas como;

–“¿te vas solo? ¡estás loco!” “¿no te da miedo que te pueda pasar esto o aquello?…” “!sobre todo no se te ocurra entrar en países del este tu solo que son muy peligrosos!”– ellos.

–“Pues claro que me da miedo soy una persona normal, pero tendré que hacerlo con miedo…”

Cargué mis bártulos y comencé a rodar hacia el norte cambiando de banderas. Estampas, aromas, luces y rugidos alimentan los sentidos durante horas y horas de recorrido a la intemperie y en equilibrio con la inercia, efectos que convierten la motocicleta en una prolongación del cuerpo, capaz de llevarte por el mundo a la velocidad deseada. Ahí encima, la mente está en pleno proceso creativo, ocupada en dibujar sobre el asfalto armoniosas trazadas enlazadas, o agresivos virajes cuando hay adrenalina en el ambiente por las retorcidas carreteras de cualquier sitio. No existe el fracaso. En el soliloquio del interior del casco transcurren todo tipo de conversaciones a lo largo del día; monólogos ricos en personajes con escenas divertidas, escenas bellísimas, o escenas no deseadas con las que hay que lidiar… Deseos próximos marchitan los que quedaron atrás. Miedos emergentes de situaciones límite abren la caja de los pesares para acabar de enfrentarte a todo lo que te hunde en la soledad. Preguntas mundanas como: ¿Existen límites para un trotamundos? ¿Agota más un día intenso de moto que uno de interminables esperas en estaciones y trayectos eternos encerrado entre paredes y ventanillas de transportes públicos sin posibilidad de cambios?

Cuando llegué a Dubrovnik el cuentakilómetros había registrado cinco mil kilómetros, mil quinientos más de los previstos en la ruta programada hasta esa ciudad y dieciocho días en recorrerlos. Un plan inicial que contemplaba esa ciudad como fin de la ida o comienzo de la vuelta a casa, pero sin escatimar ni un metro de carretera que me condujera hacia cualquier sitio de interés; país, ciudad, paisaje, lago, sensación o sugerencia de otros viajeros y anfitriones de los alojamientos en que pernoctaba cada noche y, por suerte, muy interesantes y a posteriori agradecidos. Indicaciones que me dirigían hacia frondosas gargantas de caudalosos ríos con carreteras esculpidas en la roca, espumosas y frescas cascadas, parques naturales con bosques alpinos muy ricos del centro de Europa habitados por bonitos pueblos y aldeas. Y una larga lista de ciudades que aparecen en los mapas para conocer y almacenar en la memoria. Un viaje de los sentidos, lejos de la rutina, en amables contrastes con mis imágenes ancestrales del sureste, caracterizadas por ramblas polvorientas, campos amarillos requemados por el sol y montañas despobladas en el desierto azotado por las olas del mar de Alborán, en el Mediterráneo sur.

Barcelona, Lyon, Innsbruck, Venecia, Dubrovnik, Roma y otras muchas ciudades singulares y mayúsculas de las que nada nuevo puedo contar yo. Sitios donde jamás podrás cumplir el propósito de no hacer fotos para olvidarte del móvil. Rincones, fachadas, puentes, ríos, canales… deseas guardarlos, hacerlos tuyos. El esplendor de otras épocas intacto y sus entrañas soportando el paso de los años “encutrecidas” con verdadera maestría. Preciosas de día y sublimes de noche con sus reflejos y sonidos. Las callejuelas donde apenas entra la luz, dejan respirar aire fresco aunque el sol derrame fuego. Breves pero intensas visitas me empaparon de estos sitios muy deseados en el tiempo y ágiles para mi moto y yo.

Improvisar alojamiento a dedo en el mapa un par de horas antes de necesitarlo, posible por las fechas, me llevó a sitios muy interesantes y apetecibles. Huir de autopistas para circular por el alma de los países y conectar con las buenas o malas costumbres de sus ciudadanos, sentirte mimado o maltratado hasta desear salir del país en alguna ocasión. El placer de refrescarse en los ríos o playas cuando se nivelan con la carretera para seguir viaje con aire fresco.

Siempre acompañado por cientos de motoristas yendo hacia el sur, norte, este u oeste compartiendo saludos aunque prefieras ir delante… Viajar en moto es la mayor expresión de la libertad de movimientos para recorrer mundo y sin ninguna duda para mí es “el aroma de la eterna juventud”.

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