—He pensado que este año podríamos conocer Londres—dijo ella y se puso a hojear un folleto.
Él odiaba viajar, aunque nunca se había atrevido a confesárselo.
Estaban en el salón, sentados en el sofá frente a la tele. La tele estaba apagada y él leía una novela de Henning Mankell. Ella se había dejado caer a su lado con algunos prospectos de viajes interrumpiendo su lectura.
—He localizado un hotel muy cerca de Hyde Park—continuó—, y no es nada caro.
Él no soportaba a los turistas. Los consideraba una nueva raza en expansión de bípedos zarrapastrosos que fotografiaban compulsivamente todo. Parecían afectados por un nuevo síndrome de Diógenes: la acumulación de ingentes cantidades de basura fotográfica.
Intentó una tímida rebelión sin apartar la vista del libro.
—Este año no me apetece viajar.
—¿Cómo que este año no te apetece viajar? —se sorprendió ella—, ¿y qué quieres que hagamos en vacaciones? ¿Quedarnos enzurronados en casa?
Lanzó el catálogo sobre la mesita baja, se incorporó con brusquedad y se dirigió a la cocina.
Él suspiró.
Aquella pulsión por conocer las capitales de Europa se había apoderado de ella hacía tres años, cuando el último de sus cuatro hijos se había independizado. El exiguo sueldo de funcionario de él le permitió entonces a ella ahorrar algo de dinero para esos viajes. Hasta entonces las vacaciones siempre las habían disfrutado en el pueblo. Unos días plácidos y sedantes en el destartalado caserón de los padres de él que ya se caía a pedazos.
—¿Qué te apetece cenar hoy? —la oyó gritarle—. Tengo boquerones.
En los días siguientes ella siguió erre que erre. El destino elegido para ese año era Londres y no se hable más. Él protestaba, pero ella: ni caso.
Una mañana, en el trabajo recibió un whatsapp de ella. Decía: He ido a la agencia de viajes y ya lo tengo todo confirmado.
A él se le cayó el alma a los pies.
Afloraron de su memoria los dos viajes anteriores.
El primero fue a París. Se fue animoso, pero regresó con un refrán resonando en su cabeza como un bombo: “Una y no más, Santo Tomás”. Del aquel viaje recordaba especialmente la kilométrica cola en el Louvre para contemplar La Gioconda. Junto al cuadro, situado en el centro de una sala exclusiva, una empleada del museo entrada en carnes solo permitía a los visitantes detenerse un par de minutos ante él. Lo cierto es que si hubieran reemplazado la pintura de Leonardo da Vinci por una serigrafía nadie se hubiera dado cuenta del cambiazo.
Cedió al año siguiente por no desilusionarla y viajaron a Roma. Fue un infierno. Rememoró la lacónica visita a la Capilla Sixtina. Tras recorrer los laberínticos e interminables Museos Vaticanos, extenuados, accedieron a la capilla, donde apenas se les autorizó a permanecer diez minutos. Allí, uno de esos bípedos zaparrastrosos, un español, como no podía ser de otra manera, choteó con él (¡como si fueran amigos de la infancia!, ¡cretino!) sobre el ridículo tamaño del pene de Adán.
La víspera del viaje, ella preparó las maletas concienzudamente. Eran unas maletas recién estrenadas, de cabina.
Al observarla trajinar con la ropa, a él le anegó un nuevo golpe de ansiedad. Le asaltó el recuerdo de los crueles madrugones, las caminatas inhumanas, las comidas a tragaloperro… Porque la señora, claro, lo quería ver todo y decir todo era decir todo, todo, todo. “Hay que aprovechar. Ya descansaremos en casa”. Y cuando regresaban por la noche al hotel, él estaba exhausto, al límite de sus fuerzas, con un cacao en su cabeza compuesto de imágenes de iglesias, museos, plazas, edificios emblemáticos, atracciones. Se desplomaba sobre un colchón tan duro como el mismo suelo.
¿Por qué tenía que pasar por esa tortura todos los años? Él era feliz en su casa, con sus novelas, sus viejos discos y sus crucigramas. Estaba harto de esos viajes, estaba harto de ella.
El vuelo despegaba a mediodía. En la zona de embarque, se comieron un par de bocadillos y una manzana sentados frente a la cristalera que daba a las pistas.
—Voy a comprar una novela—le dijo.
—¿Otra novela? —protestó ella— ¡Por Dios!, ¡si me tienes la casa que parece una biblioteca pública!
Él gruñó.
—No tardes que estarán a punto de anunciar la puerta.
Cuando regresó, ella contestaba en el móvil a un mensaje de su hija.
—Tu niña te manda besitos.
Guardó la novela en su maleta. Era de Camilleri.
Se unieron a la cola de embarque. Ella delante, él detrás. La desazón lo carcomía. Tenía el estómago revuelto. El pecho le iba a estallar. Unas gotas de sudor le perlaban la frente. La cola avanzó poco a poco.
Entonces, en el momento preciso en que ella presentaba su tarjeta de embarque a la azafata de tierra, de repente, se le ocurrió la idea. Se apartó de la cola y le dijo:
—Voy al baño. Embarca tú. Enseguida voy.
—¿Pero qué dices?
—Sabes que no soy capaz de usar el baño en el avión—argumentó y le guiñó un ojo a la azafata.
Le dio la espalda y se alejó en dirección a los aseos.
Cuando se alejó lo suficiente, se giró y observó como ella se adentraba en la pasarela. Sacó su móvil y le envió el siguiente mensaje: “Odio viajar. Estos días te lo he dicho por activa y por pasiva. Me quedo. Diviértete”.
Esperó un momento a que ella lo leyera. Se le hizo eterno. Por fin, en la pantalla pudo ver que estaba escribiendo. El mensaje llegó enseguida: “Que te zurzan”.
Un par de horas más tarde, ya en el sofá, con los pies descansando sobre la mesita baja, un botellín helado en una mano y la novela en la otra, se regodeó imaginando los maravillosos días de total libertad que le aguardaban hasta que ella regresara de Londres.
Pero tan solo un instante después se reconoció a sí mismo que, el muy idiota, ya la echaba de menos.
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