Caminábamos por los cerros dos o tres horas diarias, de una comunidad a otra. La vegetación abría claros por donde las personas pasaban regularmente y la llovizna hacía que todo se volviera resbaloso. Una «hermana», como nos llamábamos todos, cayó de bruces en el riachuelo que yo acababa de pasar, el padre y el ministro la asistieron de inmediato, sólo había sido un susto, y seguimos caminando en silencio. La misión era llevar a Cristo a las comunidades, en Palabra y Cuerpo; la misión era llegar a donde los protestantes ya habían llegado, para desmentir a las gentes, para llevarles nuestra verdad.

Todo había comenzado con un largo viaje junto a un par de desconocidos con los que estaba encargada, no sostuve conversación de más de cinco palabras. Un autobús nos había llevado en doce horas hasta Tuxtla donde descubrí que montaríamos una hora más hasta San Cristobal, bonito lugar, para apreciar desde camión hasta la combi que repleta de gente ronroneó hasta Ocosingo. El pilón me lo llevé para mí sola, una hora en otra lata de sardinas hasta mi destino final y un rato más caminando hasta mi hospedaje con la enorme mochila azul eléctrico que llamaba maleta montada en el lomo, supuestamente era para treking, modelo de hace diez años con una barra metálica que se me encajaba en las costillas.

Había llegado al pueblo de Altamirano gracias a mi tía alcahueta y su desdén por el capitalismo y su bandera, que mi padre cargaba como buen empresario; quería convertirme al amor por los pobres y el socialismo, yo sólo quería ser médico.

Me había acomodado en un cuarto dentro del convento cuyas monjas atendían El Hospital San Carlos, único servicio de salud en kilómetros a la redonda. Mi interés verdadero era trabajar en aquella institución y enamorarme de los gajes del oficio, para decepción mía no salí de la farmacia en semanas, el sentido común me había fallado en que yo no sabía nada de medicina, no tenía ni la capacidad de aprenderme los nombres de los medicamentos que los convalecientes llegaban a surtir, ni de en qué anaquel permanecían.

Encerrada en mi cuarto, que en realidad no tenía puerta si no delgada cortina, agradecí la llegada de otras, que como yo, creían ingenuamente que alguien aquí las esperaba con ansias. Extrañaba a mi familia, fuera de las horas del hospital, que parecían pocas, la pasaba mirando al techo en mi cubículo dónde sólo cabía un lóquer metálico, una cama resortuda y yo, si decidía girarme y caerme de ella; extrañaba a mis amigas y mi casa, y no estaba segura de porqué me había parecido buena idea ir ahí, pero agradecí cuando llegaron esas otras muchachitas con aires de madre de Calcuta porque ellas llenarían el espacio en la farmacia y yo podría cuando menos hacer algo diferente… y eso fue limpiar un almacén, resulta que tenían todas estas toneladas de generosas donaciones de medicamentos caducos, alguien tenía que discernirlas de las pocas utilizables, y eso era tarea para una experta en nada con todo el tiempo entre sus dedos, pero sólo fueron un par de días.

Por fin comenzaba la emoción, me iban a dejar trabajar en el ala de ginecología, aunque fuera de mandadera. Ya no me sentía tan marginada, como cuando caminaba al comedor, alta y robusta, tres pasos atrás de las chicas locales que sólo hablaban su dialecto, reían estruendosamente y me miraban con simpatía desde medio metro abajo; ahora ya me estaban incluyendo. El gusto me duró una semana, la observación de un parto y la vergüenza de haber preguntado a las enfermeras qué era una torunda de algodón.

Ahora estaba caminando mi última semana junto con el sacerdote del pueblo y dos ministros, todos casi triplicándome los dieciséis años y por mucho superándome en las vueltas a comunidades.

Pasamos por campo, bosque y selva, todo bajo una cortina de lluvia suave pero insistente. Chiapas no defraudaba.

Se me olvidaron las ampollas, el calor y los piquetes; la cuerda del morral retacado que se me clavaba en el hombro y la ropa húmeda que incomodaba y se apestaba. Las personas nos recibían en todos lados con lo mejor que tenían: un plato de frijoles negros enriquecido con uno o dos huevos cocidos, a veces un plato de pozol , siempre tortillas con el maíz molido a mano y café de olla frío a pasto. Después de esos manjares, la hora de la zurrada, aunque fuera en un hoyo en la tierra siempre era triunfal.

Nos secábamos en el fuego, el olor a leña se añadía a los olores de la ropa puesta. El padre hablaba con un par de representantes de la comunidad sobre sus necesidades espirituales y físicas, y después con los ministros sobre qué lecturas de La Palabra de Dios podrían alentarlos y hacerles sentir Su amor. La misa del día siguiente era especialmente dedicada para ellos, recitada en su dialecto, y al final se partía el Cuerpo y Sangre de Cristo. Hombres de un lado y mujeres del otro de las capillas construidas sobre hojarasca y tierra dura, entonaban con algún instrumento de cuerdas, usualmente destartalado, una melodía a las que todos bailaban con rítmicos y moderados zapateados en su lugar, agradeciendo y celebrando a Dios y a los misioneros que estaban entre ellos, y aunque no me consideraba destinataria pura, me alegraba con ellos.

Recuerdo a la mujer que visitamos en su choza, que llevaba años postrada en su tendido con el cuerpo deforme sin poder moverse. Recuerdo la cara del padre y su barba blanca, y a una joven de mi edad con sus gemelos recién nacidos, cada uno tomando de un pecho; y las historias que me contaban las monjas de sus andanzas, de la muerte de una, de la paciente esquizofrenica y embarazada que se había sacado al niño con las garras en medio de un ataque psicótico.

No me convertí a nada. Me construí un tanto más.

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