De noche me hago diminuto y surco tu espalda. Ataviado con sonrisa de niño, vuelvo a ser pirata con espada de madera y sombrero de cartón. Me pierdo, por vicio, contando islotes en forma de lunar. Me siento en la orilla y dejo que la espuma blanca me bañe los pies. Mientras, repaso en el cuaderno de bitácora la velocidad necesaria y el rumbo a seguir para llegar al tesoro: 123 latidos por minuto, dirección tu boca. Descarga la tormenta y me recuerda la imperturbabilidad del tiempo. La mar embravece y Perséfone entona su sonata para un náufrago. No seré yo quien se deje llevar a la deriva. Como el tiempo, el valiente nunca se detiene. Amaina la furia de Susanoo y las olas vuelven a mecer, con suavidad y cuidado, el relente de la luna. Avisto el faro que marca la cercanía de mi tesoro. Por muy osado, atrevido e intrépido que haya sido durante la travesía, el brillo de la luz en mis ojos me vuelve a hacer niño. Trepo el acantilado a toda prisa, tengo que ser más rápido que Eos.

Acurrucado en la comisura del labio, me dejo despeinar por tu brisa y me recuerda que no soy más que un grumete descubriendo los secretos de tu (a)mar.

Con el primer rayo de luz entreabres los ojos. Para ti son inimaginables mis aventuras nocturnas. Jugamos a sonreírnos. Todavía te pesan los párpados.

Yo, mientras tanto… “cafuné”.

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