Corría el año 1912 y yo contaba con tan solo 8 años cuando descubrí algo que hizo de mí y de mi vida algo inusual para la época.
Era una noche fría para ser junio pero en el Midsummer Comoon de Cambridge estábamos de celebración. Habían puesto la feria junto al Río Cam, como cada año, y yo, como cada año, tenía que ir acompañada de mi hermana Elisabeth. Aún recuerdo a mi madre diciéndome “Victoria, las niñas bien no andan solas por las calles”. Suenan sus palabras en mi cabeza y ahora, después de más de 80 años, no puedo evitar sonreír al pensar que ella creía que algo malo podría sucederme.
Mi hermana era, en aquella época, una estirada. Recuerdo su vestido gris y su moño, hecho con una trenza larguísima, cubierto con su sombrero preferido. No había visto un sombrero más feo en toda mi vida: tenía forma de triángulo, una pluma en lo alto y un gran lazo atado en la barbilla, por supuesto, gris. Estaba a punto de casarse con el Señor Harris y yo deseaba con todas mis fuerzas que ese día llegase, así se iría de mi casa y no tendría que vigilarme nunca más.
La fiesta del Midsummer era mi preferida de todo el año y eso siempre hacía que estuviese tan feliz que me era absolutamente indiferente que Elisabeth me hiciese de perro guardián.
Vestida de blanco, con mis zapatos nuevos y una increíble mariposa azul en el pelo contrarrestaba con la sobriedad de Elisabeth y me hacía sentir como un arcoíris en medio de una tormenta. Mi madre no sabía que mi hermana había quedado con el Señor Harris detrás del tiovivo para besuquearse sin que nadie les viese y yo, que era una fanática del tren de la bruja, aproveché el percal para salir corriendo hasta la otra punta de la feria. Recorrí toda la avenida que lleva mi nombre y por la que me llamo Victoria; mi madre se empeñó en hacer honor a la reina muerta porque creía que Victoria era un nombre muy distinguido. Pero nunca llegué. Casi podía oler las manzanas dulces del puesto que había al lado cuando el mundo pareció moverse de una forma extraña. Tenía ante mí una especie de espejo que no me reflejaba a mí sino a una mujer hermosa de la que no podía apartar la mirada. Y tan pronto como apareció se fue. La mancha que se movía de forma extraña se alejaba de mí pero la perseguí. Recuerdo correr por Milton´s Walk hasta Bene´t Street y de ahí a Queens´ Lane hasta el Mathematical Bridge.
Siempre sentí atracción por los misterios, hechizos y leyendas, incluidas las que contaban sobre el Mathematical Bridge. Y la vida me había llevado hasta allí detrás de una mujer misteriosa para descubrir el secreto más grande que jamás ha sido contado.
Dicen que en la noche más corta del año se abre una puerta entre nuestro mundo y el mundo mágico; uno de duendes y hadas, de trolls, de orcos, de flores que bailan, de sirenas que te ciegan la razón con su dulce canto. También escuché alguna vez que no cualquiera podría acceder a ese mundo, que solo un espíritu puro, un ser especial sería quien traspasase la puerta. Y ese día fui yo.
La puerta no es un lugar solitario como el mundo piensa. Puede estar en cualquier sitio y lo mismo que está deja de estar. Aparece y desaparece con la velocidad de una estrella fugaz. Si tienes la verdad en la mirada podrás verla. O eso dicen.
Reuní todo el valor que pude e intenté tocar la mancha de forma extraña. Mis dedos desaparecieron detrás de la mancha y saqué la mano lo más rápidamente que pude ante el miedo de quedarme sin ella. Aunque tan solo un segundo después volví a intentarlo y detrás de los dedos desapareció mi brazo y poco a poco todo mi cuerpo. Aparecí al otro lado de la mancha pero ahora ya nada era lo que era. La mancha no era una mancha, era un espejo común y yo no era yo. Sin embargo, el reflejo frente a mi tenía una cicatriz en la frente como la que me hice cuando me caí del tejado de tía Virginia y un lunar cerca de la oreja exacto al mío. Yo no había visto a esa mujer en la vida pero llevaba mi vestido, mis zapatos y mi mariposa y entendí que era yo.
Volví a sentir la presencia de aquella mujer como si fuese una sirena y seguí mi instinto hasta encontrarla. No sabía qué haría al hallarla, de hecho, ni siquiera sabía por qué la estaba buscando pero la necesitaba frente a mis ojos. Creo que la busqué durante días y cada segundo que pasaba lejos de ella era como un abismo que se resquebraja más y más y sabes que la brecha va a hacer dos mundos de uno solo.
Cuando ya no había esperanza alguna unos dedos rozaron los míos y una piel suave como la seda se acercó a mi cuerpo hasta que pude sentir su aliento detrás de mí. Fue lo más sensual que he sentido en toda mi vida. Me giré y me encontré con sus ojos de otro mundo mirándome tan fijamente que pude sentir como una lágrima rodaba por mi mejilla hasta caer en uno de sus dedos. Supe que me besaba porque mis labios reconocieron su respiración, mi cuerpo oyó el latir de su corazón y me llegó el olor cada milímetro de su piel y me dejé llevar. En ese momento hubiese muerto de puro placer.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba. Nunca volví a verla. Al atravesar de nuevo el espejo volví a tener 8 años; y al mirarme yo ya no era yo y de ningún modo volví a serlo.
No sé qué día es hoy pero esta historia la recuerdo como si la hubiese vivido ayer mismo.
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