INOCENCIA TRUNCADA

INOCENCIA TRUNCADA

Isabel Angharad

18/06/2017

«Y cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos, mejor le fuera si le hubieran atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y lo hubieran echado al mar.» (Marcos 9:42)

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Una intensa luz de neón se proyectaba a lo largo del pasillo, como una mano alargada. Sólo algunos cuadros, colgados de forma aleatoria, le dotaban de ciertas pinceladas de color, pero su aspecto pulcro, casi aséptico, no invitaba al sosiego, ni a la reflexión.

El 26 de septiembre, a las 03:25 p.m., Alira ingresó en el antiguo edificio del Hospital infantil de «Puente Area», acompañada por su madre.

Un mes antes, había estado de vacaciones en la playa. Todos los años veraneaba con su madre y con el abuelo en esa especie de balsa de aceite, que es el Mar Menor. Un coqueto mar interior de la costa mediterránea con un elevado nivel de salinidad, ajeno al batir de las olas contra las rocas de la Costa Brava y a las fuertes corrientes del Cantábrico.

Alira, como cualquier chiquilla de su edad, tenía ganas de recuperar el tiempo dedicado a empollar y disfrutar del benigno clima de la localidad. Allí, se reencontraría con su pandilla de siempre; todos adolescentes con ganas de alborotar y devorar cada instante, como si fuera el último de sus cortas vidas.

Su cabello moreno, ondulado por el humedo viento de levante; la ardiente arena; el cine de verano, engullendo palomitas, y las atracciones de la feria del pueblo asaltaban sus pensamientos, imaginando la época estival, como un oasis en medio del asfalto, de las mochilas atestadas de libros.

La atmósfera estaba cargada; una intensa calima azotaba la costa, como queriendo ser un presagio, que se confabulara con el rojo plomizo de las puestas de sol.

A finales de agosto, la niña comenzó a sentir un dolor difuso. La madre creía que era debido al calor o que había comido algún alimento en mal estado. Luego, dejó de salir con sus amigos; parecía frustrada, mientras pasaba el día recostada en el tresillo, viendo dibujos animados.

Cuando regresaron a casa, no mejoraba. Tras un periplo por distintos médicos, seguía igual; su malestar, incluso, empeoró. La madre estaba preocupada, pero intentaba confortarla, cocinando sus postres favoritos.

El día del ingreso, guiadas por un celador, se acercaron al mostrador donde estaba situado el control de enfermería. Al fondo del pasillo, había una sala, en la que se podía ver a varios chavales entretenidos, haciendo manualidades.

– Buenas tardes, – dijo el celador – hay un nuevo ingreso. Se trata de Alira Carvajal Peña; tiene doce años y viene con su madre.

La enfermera los miró de reojo y se acercó al mostrador.

– Buenas tardes. Voy a comprobar el número de habitación. Veo que Alira va en silla de ruedas. Luego, dirigiéndose a ella, con cierto tono condescendiente, le preguntó: – ¿Cómo estás, pequeña?

La paciente hizo una mueca de disgusto y no respondió. – ¿A qué venía eso de «pequeña»?, pensó. – Le fastidiaba que la comparasen con una niña; tenía suficiente edad como para salir sola con sus amigos.

La enfermera, tras realizar una serie de consultas en el ordenador, se dirigió, de nuevo, al celador.

– Ramón, puedes acompañarlas a la habitación número 5; la encontrarás al otro lado del pasillo.

La habitación era como la de cualquier hospital: fría e impersonal. El único detalle, que podía indicar en qué planta se encontraba, eran unos enormes dibujos infantiles pintados en las paredes. Al entrar, vieron a una adolescente sentada en la cama, junto a la ventana, leyendo una revista y con unos cascos puestos, escuchando música a todo trapo, de manera que no se percató de que tenía nueva compañera de cuarto.

El celador levantó a Alira de la silla de ruedas, como si de una pluma se tratase, y la ayudó a echarse en su cama. La chiquilla seguía con cara de pocos amigos, pero, en el fondo, sentía miedo. Su madre se sentó en la butaca destinada a los acompañantes y se dirigió a ella, mientras depositaba un beso en su mejilla.

– No te preocupes, cariño, todo va a ir bien. Seguro que estarás poco tiempo ingresada.

Habían pasado buena parte de la mañana en urgencias, haciéndole pruebas a su hija y sus sentimientos se debatían en un mar ensombrecido por las dudas.

Apenas, durmió y estaba ansiosa, esperando los resultados. A la jornada siguiente, a eso del mediodía, tres médicos, de blanco impoluto, irrumpieron en la habitación, dirigiéndose a la pequeña.

Después de examinarla, estuvieron hablando un rato entre ellos, mientras ojeaban su historial. Cuando finalizó la consulta, el de mayor edad, se dirigió a la madre.

– Señora, quiero hablar con usted. El médico la agarró por el brazo y la condujo aparte.

Las pruebas, que le hicimos a su hija, concluyen que no tiene ningún problema orgánico. Sin embargo, hay algo …

– ¿Había sufrido antes algún episodio de este tipo? – Pues, no. – Respondió aliviada. – ¿En su familia, hay antecedentes de enfermedades mentales? – No, que yo sepa… – Su rostro reflejaba desconcierto.

El pediatra volvió a hablar con sus colegas y, tras un breve instante, le espetó que la iban a trasladar a la planta de psiquiatría, situada en el pabellón de la entrada.

– Creemos que su hija tiene un trastorno psíquico y lo está somatizando; de momento, no le puedo decir más. Le van a practicar diferentes pruebas psicológicas. Los psiquiatras le informarán del diagnóstico definitivo.

La madre de Alira quedó destrozada. La frialdad y el poco tacto del galeno, al darle semejante noticia, hicieron que sintiera, a un tiempo, rabia y dolor; una punzada aguda, que la atravesó como una puñalada en el corazón.

Mientras tanto, la niña, ajena a lo que estaba sucediendo, permanecía en la cama, abrazada a su peluche favorito; un exótico osito de color azul, que le había regalado su abuelo, cuando cumplió los ocho años.

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