Incomodidad en los viajes

Incomodidad en los viajes

No he sido aficionada a viajar, la diferenciación de las calles, avenidas y edificios rascacielos, nunca me compensaron por la incomodidad de hacer maletas, llegar a aeropuertos, esperar autobuses, etc. Quizás porque desde muy pequeña, cuando todavía no podía desde la butaca tocar con mis pies el suelo, las salidas que hacíamos en familia eran a menos de100 Kms. del pueblo donde residíamos.

Como nací y viví en un pueblo muy húmedo, rodeado de montañas, todas las nubes se acomodaban alrededor de sus picos, arrojando en pequeños “sirimiris” su agua sobre las aceras. El médico, parece ser que siempre recomendaba un cambio de aires. El cambio consistía en un viajecito a un pueblecito de Navarra o principalmente a la Rioja. Allí no había humedad y era primordial para no coger catarros durante el invierno.

Para una niña pequeña como yo entonces, me resultaba sumamente aburrido con un libro debajo del brazo caminar hasta los pinares y respirar hondo el aroma de los pinos, contemplar la naturaleza y empaparte de la lectura del libro que casi siempre te resultaba monótono.

Mis piernas fueron creciendo al mismo tiempo que mi intelecto, había llegado la juventud, así que empezamos un grupo de amigas a practicar el deporte del sol. Montábamos en el tren directo a Donosti. Aquello era otra cosa, pues casi siempre en «La Perla», nos esperaban otros jovencitos, con los cuales nos bañábamos y hacíamos aguadillas, mientras los más valientes nadaban hasta el «Gabarrón».

De la juventud pasé al noviazgo, Pedro era la persona más amante del mar y la pesca. Así que acompañados por Gabino un experto pescador, salíamos a navegar en una lancha antigua, por la Isla de Santa Clara, para luego introducirnos en el mar en los pueblos de Orio, Guetaria. Casi siempre pescaban peces pequeños, pero que a nosotros nos hacía una gran ilusión. A veces íbamos a la captura del chipirón, la barca quedaba parada, solamente era movida por el vaivén de las olas, esto te suponía un mareo muy grande.

Recuerdo a la vuelta las puestas de sol, cuando iba desapareciendo y al fondo un intenso naranja plateado se iba depositando sobre el mar, tiñendo con sus bellas tonalidades las puntas de las rocas que parecían como gigantes en variados tonos. Algunos veleros con sus velas extendidas al viento hacían como nosotros el regreso, después de una tarde de ensueño.

Ahora que vivo en Madrid, ciudad tan saturada de gente, sin poder observar mi Cantábrico, siento verdaderas nostalgias y pienso ¿Dónde iba a ir para ver cosas más hermosas?

Pero mi marido era más aventurero y siempre tuvo en la mente el poder hacer un crucero.

Por mi parte, yo sentía en mi pensamiento una terrible claustrofobia, de encontrarme 8 días encerrada en lo que yo pensaba sería una cáscara de nuez, en medio del océano.

Pero tenía que complacer a mi marido, necesitaba contemplar también el mediterráneo y atlántico.

Así que con una fobia a flor de piel, nos embarcamos desde Barcelona en aquel Costa Concordia que se me antojó enorme.

Nos acompañaron en el viaje nuestros nietos y parte de la familia. «Costa Concordia», era mucho más grande de lo que yo imaginaba, piscinas, salones de espectáculos, comedores súper elegantes. El camarote muy grande, con su terraza y tumbona para contemplar desde allí el mar profundo

La fobia se me pasó al instante, nos apuntábamos a todas las excursiones, viendo con placer los distintos lugares que recorrimos. El calor era sofocante, los monumentos y piedras que admiramos, según decían, pertenecían al tiempo de los romanos. Unas simples piedras que a lo mejor para unos geólogos serían de interés pero para nosotros, profanos en la materia, nos parecían lo que eran, unas simples piedras.

Ahora bien, todos los días salías del barco y pisabas tierras desconocidas, veías calas muy caprichosas, pero total tierra y agua.

Ahora, ya mayor, pensando en mis recuerdos, ¿había algo tan bonito como nuestras pequeñas pescas, en nuestro mar, volviendo con cuatro chipirones, pero contemplando desde nuestra humilde barca el resplandor del sol ocultándose detrás de la bahía y la luna anaranjada haciendo su aparición, lo recuerdo como algo sobrenatural.

Después he hecho algunos otros viajes por avión y la conclusión que he sacado al final, es la de un infinito cansancio, cantidad de monumentos que tan siquiera los recuerdo, pero lo que sí ha quedado en mi corazón, son las barquitas de mi bahía, que creo mientras esté aquí no volarán de mi cerebro.

¿Pueden ser añoranzas de juventud?

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