La auténtica lucha

La auténtica lucha

Sara Chinarro

12/06/2017

Estaban sentados en aquella diminuta e inhóspita sala, uno frente al otro. Rodeados por cuatro paredes grises, claustrofóbicas y únicamente decoradas por una pantalla de plasma colgada en casi todo el ancho de una de ellas. La tensión se cortaba con un afilado cuchillo inexistente. O más que existente en la cabeza de Ainara, cuyo estado emocional comenzaba a tambalearse a causa del tipo que tenía enfrente.

—He tenido la deferencia de darte cita para que tengas, al igual que tus compañeros, la posibilidad de hablar conmigo en una entrevista personal. Aunque ya sabes que es algo que no me compete, no soy tu jefe.

Don Antonio Muñoz, Director Comercial de la multinacional para la que Ainara trabajaba. Alto, delgado, simpático y afable a primera vista. Egoísta, individual y carente de escrúpulos, escarbando un poco más. Como bien acababa de señalar, no era su jefe directo, ubicado en Estados Unidos, pero su día a día pasaba mucho por discutir, tratar y desarrollar con él muchos de los proyectos que conformaban la rutina de Ainara.

Sobra decirte que estamos muy contentos contigo, con tu evolución y con la manera en la que desarrollas tu trabajo. Te estás volviendo imprescindible, bonita —continuó Muñoz con una sonrisa cuanto menos inquietante para Ainara—. Pero sé que estás quemada, te noto cabreada últimamente y me gustaría hablar contigo para que me cuentes, si te parece, qué es lo que te pasa —hizo una pausa y la miró fijamente a los ojos para después posar su mirada en el tapado pero abultado pecho de la joven—. Así veré si puedo ayudarte en algo.

Ainara se incorporó en su silla, visiblemente incómoda ante la mirada y las palabras de Muñoz. Aquel señor le infundía tan poco respeto y tanto asco que sentía que aquella reunión se le iba a ir de las manos de un momento a otro.

Antonio, de verdad. Te agradezco que me hayas dado la oportunidad de hablar contigo, pero creo que ya lo sabes todo. Eres más que consciente de mi situación en el departamento y de la inferioridad que tengo con respecto a mis compañeros.

¿Inferioridad? Me vas a perdonar, cariño, pero aquí somos todos iguales, todos estamos arrimando el hombro ante lo que nos está tocando vivir. Nadie es menos que nadie, deberías saberlo.

Muñoz no perdió el tiempo a la hora de sacar la escopeta. Como era habitual, no se dejaría atropellar por nadie. Menos por ella, joven, treinta años, mujer e ignorante de la vida.

Claro que lo sé —respondió Ainara con una incontrolable ebullición de ira brotando de su cada vez más irritado estómago—. Llevo diez años comprobándolo. Y callándome a todo. ¿Pero sabes qué, Antonio? Que ya no me callo. Y si te tengo que decir que mi salario es más que inferior al de ellos, te lo digo. Como también te digo que no he cobrado ni un duro del plus que se supone que está en mi contrato durante todo este tiempo —hizo una pausa para respirar y para fulminarle con la mirada—. Por eso me hace mucha gracias que me compares con ellos y lo mejor, que me exijas lo mismo que a ellos.

Aquel revés tan claro le pilló por sorpresa. Muñoz mentiría si hubiera afirmado lo contrario. No se esperaba a aquella Ainara tan directa y sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre y con un más que evidente cabreo encima de la mesa.

Te refieres a lo del dichoso viaje, ¿verdad? Te molesta el viaje al norte en coche con Hugo conduciendo. Por eso estás más cabreada que una mona, ¿no? —Muñoz soltó una risita de superioridad que acabó por colmar el vaso repleto de arsénico que eran la inconmensurable impotencia y rabia instaladas en el pecho de Ainara.

Me parece vergonzoso que reduzcas todo lo que te estoy diciendo a un estúpido viaje. Que por supuesto también me parece indignante. Mis compañeros viajan en tren o en avión y yo me tengo que ir de copiloto en el coche de un señor que apenas conozco. A ti te parecerá normal, pero a mí, me vas a perdonar, no me lo parece —bajó las manos y las colocó encima de la mesa, con las palmas apoyadas en la superficie blanca—. Pero de verdad, no me voy a centrar en eso, ya es lo de menos. Sólo quería decirte que si sigo en inferioridad de condiciones, me voy a limitar a hacer mi trabajo y a nada más. Se acabaron las horas extra, se acabaron los favores y se acabó el vivir por y para vosotros. Tengo treinta años, ganas de trabajar y de hacer cosas. Y también tengo dos dedos de frente, no soy ninguna tonta.

—Mira, esto ha sido un error. Quería tener contigo una conversación amigable en la que pudieras contarme qué te pasa y poder ayudarte, pero veo que es imposible. Tienes un carácter y una mala leche que te pierden. Si estás en uno de esos días, yo no tengo la culpa. Así que vete a hablar con tu jefe que él es mucho más friendly y seguro que te escucha —cogió un taco de folios y los colocó dando golpecitos sobre la mesa—. Esta conversación está más que finiquitada.

Muñoz bajó la vista hacia sus papeles pronunciando la última palabra y despertando de nuevo impotencia, malestar, pena y frustración en Ainara. Aquella conversación había sido el detonante para tomar la decisión que cambiaría su vida por completo. Su lucha por la igualdad terminaba ahí para continuar en otro lugar. Luchaba desde la retaguardia pero con firmeza. No aparecería en los trending topics nacionales, pero sí en las conversaciones internas entre compañeros.

Sin más, cogió sus cosas y salió de aquella sala gris llena de prejuicios, desigualdades y argumentos planos. Su felicidad y su lucha pasaban por buscar el color, la igualdad y los matices. En las palabras, en las personas y en la vida. De ahora en adelante.

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