Ya habían pasado los días de desesperación por las metas inalcanzadas, los días de ansiedad y frustración, pero seguía parado frente a la vida, como en una bifurcación extraña, sin saber muy bien si morir o vivir. No quedaba angustia en la inseguridad económica, pero era tanta la carga de lo aprendido que la duda de si esa sensación de libertad era real y definitiva o si se desvanecería más tarde o más temprano seguía velando las imágenes del futuro.

Atrás quedaron los momentos de ahogo en los que ni siquiera de noche, mecido por el duermevela de tibieza compartida de la cama, podía distraerse del pensamiento recurrente, como de oleaje que no amaina sino para recuperar su embestida continua, que derribaba pacientemente todos los diques que la costumbre había ido construyendo para encauzar una vida que ahora no reconocía como propia.

Los hijos ya no lo necesitaban, y, aunque les costó saberlo, ablandados por la molicie que les cortaba las piernas y les desbarataba el ímpetu, llegó imperturbable el día que parecía nunca iba a llegar, tanto por el temor a la separación como por el placer de que empezaran a vivir su sueño o su condena. Durante días interminables solo fue un hito cada vez más próximo pero volátil, suspendido en una nebulosa de acontecimientos y sensaciones que lo hacían parecer más cercano o menos en función de mis sensaciones, hasta transmutarse en una muesca en mi vida: un día, un mes y una hora, con sus minutos y segundos, rompiendo la penúltima compuerta que me mantenía en el rumbo marcado.

Antes se habían sucedido las pérdidas en una espiral que, cada vez más rápida, arrastraba lo que yo creía mi vida hasta el sumidero de la insignificancia. La pérdida de clientes, la disminución de ingresos camuflada con renuncias: visitas al dentista cada vez más espaciadas hasta desaparecer, ninguna excursión de fin de semana, cerveza a secas con los amigos sustituyendo a las salidas a cenar, cada vez más pollo y menos ternera, volver a usar las ropas que por suerte aún conservábamos, todo mirando de reojo como se desinflaba el colchón mullido a conciencia durante años, convertido en apenas un raquítico e inservible cojín.

– ¿Tiene usted el siguiente número? – La pregunta me hace emerger para contestar que no, que no soy el siguiente en la cola para renovar la demanda de empleo.

Mis ojos atónitos van del papelito con mi número a la pantalla donde estos van saltando, ordenando nuestro tránsito hacia la mesa a la que acercarnos, cabizbajos o altaneros, envueltos en un velo de tristeza sobrecogida del que parecemos incapaces de desprendernos, sobre todo los que intuimos la desolación del paisaje que nos espera a estas altura de nuestra vida laboral: un páramo en el que nunca veremos a nadie llamándonos para darnos la bienvenida, solo algún gesto impostado de adiós rompiendo la monotonía de las espaldas a nuestro paso, mientras nos imaginan como simples cargadores de años inútiles, con su indiferencia borrando instantáneamente nuestra imagen.

“Todo lo fuimos soltando, al principio por la fuerza ingobernable del viento desatado que todo lo descomponía, hasta que la angustia de la lucha, condenada al fracaso, se trastocó en esperanza, y nos quedamos mirando cómo se alejaban los trozos de oropel hasta convertirse en un punto minúsculo que se niega a desaparecer de la última línea de nuestra memoria.

Solo conservamos dos cosas, nuestra casa, como una extensión de nosotros mismos, un organismo vivo al que se ha ido adhiriendo nuestra existencia en una simbiosis que nos ancla a nuestro pasado, y el mes de Agosto, que contenía, incluso en sus días más desnaturalizados por la bonanza, nuestra libertad más auténtica. Nos negamos a perderlo aunque tuviéramos que disminuir el brillo impostado de las estrellas de los hoteles, que fue palideciendo a medida que sustituíamos las maletas con chaquetas y zapatos de tacón por mochilas en las que, milagrosamente convertidas en arcas bíblicas, fue germinando la semilla de mi salvación, admirado por el fulgor verdadero de las noches al raso.

Embargado por la felicidad de compartir en silencio una sopa de sobre en un vagón de tercera camino de un destino improvisado he aprendido a vivir sin más”, medito mientras espero con una paciencia recién adquirida, vacilando entre continuar sumiso el papel de figurante sin frase de un guión escrito por otros o revelarme como protagonista de un drama en el que me desprendo de todas las costras que enmudecen mi piel y al que solo yo le adivino un final feliz.

Suena de nuevo la llamada de turno y esta vez si, es el mío. Me levanto, miro hacia la puerta de salida por un segundo en el que se concreta toda mi vida, sintiéndome en armonía con el universo, un instante infinito, perfecto para decidir mi camino mientras todos en la sala clavan en mi su mirada. Por fin, lo tengo todo claro.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS