Con los audífonos bien colocados en los oídos. Concentrada. Atenta. Tecleando rápidamente un reporte que debe ser enviado antes del medio día. A veces mirando al vacío de las grises paredes que encuadran mi oficina. No debo despegar los dedos del teclado o no terminaré.

La oficina no está mal, al contrario, se respira buen ambiente. Tengo algunos adornos en mi escritorio y una fotografía que me hace feliz cuando la observo con detenimiento.

Mientras trabajo escucho música. Me ayuda a concentrarme y más que una costumbre es una obligación para disipar los múltiples ruidos.

De pronto mis oídos comienzan a escuchar esa melodía tan singular, tan representativa y tan desigual que me detengo un momento de mi vida laboral para pensar pues llega a mi mente esa imagen. Miles de ellas.

Lo sé. Terminar una relación nunca es fácil. Es una de las cosas que no nos enseñan a hacer y tenemos que aprender a base de experiencia, causa y error.

Se dice que hay relaciones cíclicas. Cumplen un ciclo, juegan su parte, dejan su mensaje y su propósito en tu vida y se van. No las extrañamos, no nos damos cuenta cuando se acaban, pues simplemente el tiempo hace su parte, el recuerdo queda y es bello. En otras ocasiones dejan un vacío por siempre, ésas son las personas que realmente han marcado tu vida.

Eso sentía yo escuchando esa canción.

Diez años habían transcurrido desde la última vez que le vi.

¿Qué será de él? pensé

¿Se acordará de mí? ¿Con dolor? ¿Con rencor? ¿Con indiferencia?

Ese andar descuidado, su atuendo diferente y su hablar despreocupado, siempre melancólico. Su principal problema fue siempre la soledad. Creo que nadie le entendía, nadie prestaba atención a su alma.

Tenía el cabello despeinado y abundante, color negro. Su mirada estaba perdida, tal vez en los trazos que dibujaba en su libreta o en las frases que componía en son de poesía. Le conocí en la secundaria. La gente se burlaba a su costa pero él simplemente miraba hacia otro lado. Algunas veces me pregunté por qué le gustaba tener amigos así, que se decían sus amigos pero en realidad no le querían ni le apreciaban.

Lo veía en ocasiones, distante, perdido en su mundo. Entonces supe que era un poco como yo. Tenemos miles de amigos, pensé, pero en realidad estamos solos. A veces es tan difícil encontrar a alguien sincero con quien hablar.

Nos hicimos amigos mucho tiempo después, ambos ocultamos un secreto. Un secreto a voces, pero era nuestro secreto y nadie tenía el derecho de obligarnos a difundirlo. A él le costaba burlas en la escuela, a mi me costó rumores, habladurías y demás. Tuve que cambiarme de colegio y fue entonces cuando coincidimos ahora en la Preparatoria.

Él se vio obligado a confesar su secreto primero, después lo hice yo. Nos unimos más. Múltiples tardes a su lado, viendo la televisión sin decir nada, reflexionando al vacío, riéndonos de nuestros propios chistes, y claro, haciendo trabajos escolares – que confieso – él los hacía para mí.

Sin embargo el tiempo pasó e hizo lo suyo. Enredos, malos entendidos, personas disfrutaron haciéndonos mal porque les molestaba nuestra amistad. Éramos jóvenes, emocionales, inexpertos, el tipo de personas que se enojan y se ciegan por orgullo pensando que algo mejor vendrá.

¿Intentamos arreglarlo? No.

Yo apenas iniciaba en mi primer trabajo. Conocí mucha gente que creí que estaría conmigo para siempre. El ambiente laboral lo ocupaba todo. Pronto mi mundo de fiestas, salidas y viajes se llenó de reportes, citas, juntas, correos, llamadas, presentaciones, trajes sastre, tacones, idas y venidas. En mi agenda telefónica comenzaron a brotar nuevos contactos, numerosas personas me agregaron a sus redes sociales y comencé a vivir la adultez repentinamente y sin darme cuenta.

Él por su parte comenzaba otra historia en la universidad, rodeado de gente aún más joven, interesante y nueva.

¿Para qué iba va a querer conservar a su vieja amiga?

Ya no me necesita. Ya no tiene un secreto que esconder. La gente le acepta.

Las cosas que una vez nos unieron nos habían separado. El abismo se creó entre los dos. Emprendió su camino, yo el mío.

La vida siguió su curso. Las nuevas amistades se fueron desvaneciendo con el pasar de los años. Es inevitable, pensé, la gente se casa, o cambia de trabajo, se muda de ciudad, se construyen relaciones, otras se destruyen, tratos se forjan.

Es lo normal.

Y así avanza la vida. Te vuelves viejo, algunas veces amargado, otras melancólico. Vives para trabajar o bien, trabajas para vivir. Olvidas con facilidad. La vida laboral absorbe demasiado. Cruzas a pasos agigantados para no quedarte atrás o te vuelves obsoleto. Viviendo de prisa, comiendo poco, durmiendo poco, soñando poco.

Así ha sido hasta hoy, trabajando en mi oficina. Siempre con los audífonos bien colocados, concentrada, cuando mi playlist tocó ésa canción.

Todos tenemos una canción que nos recuerda a alguien. No porque sea su favorita o porque nos la dedicó, es porque en algún momento nos hizo sentir algo especial, quedó escondida en una parte de la memoria. La canción que inevitablemente te transporta ahí, a esos sentimientos y ese lugar.

Pensamientos inundaron mi cabeza. Se tornaron en imágenes en mi mente.

¿Tomé la decisión correcta?

¿Elegí a las personas indicadas?

Ya han pasado los años. Una década. No obstante nadie le reemplazó.

Sin embargo el sentimiento rápido se desvanece.

¿Será? ¿lo olvidé? ¿me olvidó?

No lo sé, el corazón siempre recuerda.

Continúo pensando así que hasta siento que le extraño. Pero la canción se acaba, otra sigue y el sentimiento desaparece tan pronto como vino y prosigo con mi vida habitual. Continúo trabajando.

Y es que así son las relaciones. Nunca ha sido fácil. Nunca lo será. Pero cambias de canción, cambias de color, cambias de historia, cambias de receptor. Divago. Sigo trabajando…

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