Deambulando por la ciudad se desplaza con movimientos erráticos un destartalado y viejo camión desvaído y golpeado por el paso de los años. Busca cartón desechado para venderlo al peso, y no parará hasta llenar su jaula.

Aunque ahora mismo un semáforo lo retiene. Carlos, sentado en su parte trasera, observa titilar el icono de una silueta humana en la señal de tráfico. Y se ve a si mismo en esta señal reflejado: parpadeando, inestable y con la escasa dignidad que aún le queda a punto de apagarse. ¿De qué le han servido sus estudios y la formación recibida? Únicamente para hacer reír a sus compañeros de trabajo que continuamente se burlan de él.

Verde. El camión se queja, escupe humo negro por el tubo de escape, y reanuda la marcha.

Abstraído en sus pensamientos, el balanceo de sus piernas le recuerda el movimiento de un péndulo que oscila de un extremo a otro, como las decisiones que ha tenido que tomar: quedarse en su país o emigrar, rendirse al destino o luchar por sus sueños, delinquir o trabajar… Una dicotomía que le ha llevado donde está ahora, igual que la mercancía que transporta; sin apenas valor, arrugado y con la espalda doblada.

– ¡A la derecha! – exclama un compañero suyo al avistar un nuevo punto de recogida.

Un inesperado giro le saca del letargo.

Rápidamente todos se apean del camión y recogen unas cajas, algunas de ellas impregnadas con orín de perro o sabe Dios qué.

Es un duro trabajo que también conlleva sus peligros. De hecho, acaba de sentir una punzada de dolor en una de sus falanges. Algo ha perforado sus maltrechos guantes desgastados de tanto uso. Temeroso de que pudiera tratarse de la punta de alguna jeringuilla, se quita con cautela su precaria protección. Ha tenido fortuna. Solo se trata de una grapa con algo de herrumbre, y la anti-tetánica ya se la pusieron el año pasado, cuando en una reyerta con otro grupo de cartoneros, uno de ellos le hundió su navaja bajo el costado. Aun hoy, le anda buscando para tomarse la revancha. Macilento y con tez cetrina, nunca olvidará la mueca torcida ni los dientes negros que mostraba al reírse. ¿Y la policía? ¿Dónde estaba? Nadie lo sabe. Eso sí, que no se le venga a la mente a nadie robar un contenedor, que eso es igual que robarle al Ayuntamiento, y de inmediato aparecen. No, ellos no hacen eso. Llevan muchos años trabajando en el mismo barrio y saben dónde recoger el papel y el cartón que los empleados sacan de sus locales y apilan frente a sus puertas, con tal de no desplazarse a los puntos de reciclaje dispuestos por el consistorio.

Se contempla las ajadas manos, ennegrecidas en sus uñas y se vuelve a enfundar los guantes de trabajo, para protegerse del fino polvo que mucha veces se cuela hasta en los calzoncillos.

– ¡Oiga! – exclama un anciano que no tiene otra cosa que hacer, nada más que protestar por todo y por todos –¡No le da vergüenza dejar la acera tan sucia!

Carlos agacha la cabeza. No le hace caso, y sigue recogiendo lo más rápido posible todas las bolsas y las cajas apiladas junto al árbol. Sabe que no tiene tiempo de barrer la calle como querría el anciano y piensa que para eso está el propio personal de limpieza contratado por la Administración. Ya le gustaría trabajar limpiando calles como ellos. A él, que no le pagan más de veinte euros al día, dependiendo de cómo se haya dado la jornada. Sin contrato. Todo en negro. Y que no se le ocurra a nadie protestar, porque su jefe les hace saber a todos, que nada más tiene que chascar los dedos para encontrar a alguien dispuesto a realizar su mismo trabajo y por menos dinero. Si bien él tampoco puede tener queja, pues jamás nadie ha faltado, salvo cuando alguien ha caído enfermo. Procura dejar lo más limpio posible la zona y se vuelve a subir al remolque.

– Ya está todo – advierte a su jefe.

Al terminar la jornada, como todas la noches Carlos se sienta a esperar el autobús nocturno que le lleve a casa y saborea un cigarro, para diluir con el aroma del tabaco el cansancio y la frustración en su primera bocanada, mientras se repite a si mismo.

– Mañana tengo que buscarme otro trabajo.

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