Aquel seis de mayo no fue un día cualquiera para Manuel. Ocurrieron dos hechos irrepetibles en su vida: cumplió sesenta años y enterró a su madre.

Nada más terminar el funeral huyó del gentío porque necesitaba arrancarse los cristales que se le rompieron dentro. Sentado en su despacho, con los codos sobre la mesa y la cabeza derrumbada entre las manos, rompió a llorar. Estaba triste y furioso. Sus pensamientos circulaban marcha atrás, hasta detenerse en la adolescencia, para recuperar aquel roce materno en la nuca, empujándole suavemente hacia el taxi, que le transportaría al otro lado de su vida. No dejó de sentir aquel roce jamás, hasta hoy.

Todo empezó cuando don Mateo, el maestro, dijo que el chaval valía para estudiar. Sus padres hicieron lo que el cura aconsejó: enviarle al seminario donde estudiaría gratis. Y pronto, Manuel se encontró rodeado de niños desconocidos y asustados, en un colegio donde todo era inmenso: el dormitorio, el comedor y la soledad. Añoraba pueblo y hermanos, pero “sobre todo” la caricia con que su madre cada noche, extendía el sueño sobre él como si fuera una rebanada de paz. Aprendió a escuchar, callar, andar despacio y vivir hacia adentro.

Cuando volvía al pueblo los amigos, los vecinos, incluso sus hermanos le trataban con una prudencia inusual, faltaba espontaneidad. A su alrededor apareció una cortina de respeto que le aislaba. Ya nunca desapareció esa sensación. Tras muchos años terminó la carrera, tan intensa como la felicidad de sus padres. La última noche de seminario, el sueño no acudió a la cita con Manuel, pero sí le visitaron sus fantasmas. Dudaba si sería digno del cargo, temía defraudar expectativas. ¡Esperaban tanto de él! Aquello no era un simple título universitario, sino un modo de vivir, un ejemplo a seguir. Todo lo que hiciera, cómo, dónde y con quien sería analizado. Sintió pánico. Al amanecer, la oración, la ilusión y las fuerzas le envolvieron y se lanzó al mundo.

Con 25 años le destinaron a un diminuto pueblo de montaña donde los inviernos se quedaban hasta junio y el silencio se oía desde siempre. Allí se enfrentó a la soledad de una casa vacía y al afilado escrutinio de la gente. De entrada, ya tenía a todo el vecindario en contra. Los fieles a su antecesor le consideraban incapaz de igualarle, los contrarios a él estaban convencidos que “sería igual que todos” aunque pronto descubrió que era gente buena y apacible cuya vida transcurría al amor de las cocinas.

Sin amigos, ni familia, tuvo que agarrarse a su fe para soportar tanto vacío. A base de empatía y trabajo pronto le aceptaron. Aprendió a ganar al tute a los abuelos, pescar truchas a mano y dirigir una parroquia, pero nunca consiguió que le tutearan. Algunas veces, sin motivo aparente, le crecían por dentro rebeldías juveniles y le asfixiaban las dudas: “¿Soportaré esa vida para siempre? ¿Qué hago aquí? Soy humano, egoísta, colecciono defectos y me gustan las chicas morenas ¿cómo podré resolver todo esto?” La lectura y la oración siempre le condujeron a la solución y al sueño, aunque algunos días hubiese preferido un abrazo, un buen guiso y una familia propia…

Cuando estaba integrado le trasladaron a otro lugar. Se sintió una ficha en un tablero. Empezó otra partida y volvió a ganar, pero aprendió que un sacerdote no puede acomodarse ni arraigar. Hay que viajar ligero por fuera y cargado por dentro, para dar, perdonar… pero a veces siente que se le acaban las reservas.

A los treinta ya sabía suavizar el dolor propio y ajeno, consolar mientras lloraba hacia adentro, interiorizar secretos de confesión, calibrando sus respuestas. A menudo necesita gritar: “estoy aquí y también sufro”, pero enseguida aparece el stop recomendando moderación, entonces, pone el freno emocional y aparca sus impulsos. Como hoy, en el entierro de su madre.

Manuel, lleva treinta y cinco años ejerciendo una profesión que no se mide con estadísticas, sino con minúsculas satisfacciones. Día a día. Persona a persona. Es un trueque constante. Me das tu pena y te ofrezco mi consuelo. Te cambio mi orden por tu caos. A menudo sus fuerzas flaquean, tiene excesivo desgaste emocional, pero siempre aparece una sonrisa que le ayuda a remontar. Y alza el vuelo. El reto más difícil actualmente, es salir del aislamiento, incluso el suyo. Ya no hay lumbre ni conversación en las cocinas, sino seres empotrados en móviles y ordenadores. Es difícil sembrar sosiego entre tanto estrés, prisas y ansiedad. Se siente internamente acelerado, demasiados pueblos, misas y horarios… “¿Señor, dónde está mi paz, mi descanso?”, entonces encuentra cinco minutos para sonreír, para detenerse con sus vecinos y hablar de lo sencillo…

Se calma pensando en escenas cotidianas: la felicidad de Esther, cuando le entrega esa carta amarillenta que guarda bajo un tirante, cerca del corazón. Manuel se la recita despacio, inventando una línea cariñosa cada jueves, porque es la mejor medicina contra la soledad y el Alzheimer. Interminable carta de veinte líneas y treinta años.

En la cárcel, escucha el arrepentimiento del preso que se libera de su culpa entre sollozos y rejas. “Yo te absuelvo… ¿pero, quién me absuelve a mí de tanta duda?”. Algunos días se siente útil y otros frustrado, pero jamás arrepentido.

Le satisface derramar calma en el umbral de la muerte, mientras sujeta una mano moribunda. Ayer acarició por última vez la mano de su madre. Dibujó una sonrisa en sus labios, una cruz en su frente, la dejó ir.

Esta mañana sintió que su fe huía escondida en un féretro. Tras varias horas luchando con el monstruo, le clavó la espada y se declaró vencedor. Otra batalla ganada. Levantó la cabeza al sentir una mano en la nuca empujándole hacia otra etapa. “Vamos hijo, son las cinco y tienes misa a las seis… y come algo, que hoy apenas has comido”. Antes de abandonar el despacho sonrió a la fotografía que tiene sobre el escritorio: “Vigílame mamá, no me dejes solo, que hoy estoy un poco niño”.

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