Otra noche más en la oficina

Otra noche más en la oficina

Otro día en el que tendré que permanecer unas horas más de lo habitual en la oficina. Un cúmulo de excusas nunca dichas se deben amontonar en la mente de mi esposa: descuadre en las cuentas, organización del trabajo para el día siguiente, auditorias inesperadas y un largo etcétera que, casi con toda seguridad, están minando seriamente el matrimonio, condenándolo a su extinción. Seguro que pensará que tengo una aventura. ¿Cómo podría negarlo llegado el caso? Lo cierto es que me ignora. Hace mucho que no hacemos el amor. Ni siquiera me mira a la cara cuando le hablo, no me contesta, solo esa cara lánguida… Creo que está cayendo en una profunda depresión que debe ser tratada de inmediato. En algún momento me decidiré a plantearlo.

Leales empleados colaboran conmigo en esta ardua tarea. Pero no puedo retenerlos mucho tiempo más. De Recursos Humanos me advirtieron de la escasez de fondos para liquidar horas extra y no puedo abusar de su buena voluntad. Entonces, como siempre, me quedaré solo, con el vigilante, el nuevo. El anterior pidió a la empresa su traslado porque las largas noches en soledad trastornaron su mente haciéndole creer que unos entes fantasmagóricos producían ruidos por diversas dependencias. Estos inconvenientes le provocaban estar toda la noche de aquí para allá buscando la puerta o ventana violentada para dejar expedito el camino con intención de robar quien sabe qué cosas de interés, que ya no dinero por encontrarse éste a buen recaudo en los furgones blindados que, diaria e invariablemente, a las ocho de la tarde era retirado del edificio.

El vigilante llegaba hasta donde había oído el ruido percibido por su agudeza y entraba, linterna en mano, enfocando la luz hacia todos los rincones. Por suerte para él no se produjeron nunca intrusismos pero sí manifestó en sus informes movimiento de sillas, apertura de cajones y otra serie de increíbles hechos de los que nunca pudo demostrarse su veracidad. Su excesivo celo laboral impidió que pudieran prescindir de él por ese motivo. Sin embargo, él mismo pidió ser relevado del puesto ante una situación que le estaba oprimiendo más cada día que pasaba. Algún bromista con quien sabe qué artilugios dirigidos a distancia estaría provocando aquel minúsculo caos. Eso fue lo que trascendió.

Tampoco era mi problema ni mi objetivo averiguar qué fue lo que realmente pasó aquellas noches, aunque, a decir verdad, también comenzó a preocuparme esa obsesión que se iba generalizando entre el resto de trabajadores de la compañía. Es increíble la susceptibilidad de la mente humana, su maleabilidad, su moldeo por otras mentes. A mí no me ha causado ningún efecto. Es más, me produce hilaridad esa psicosis absurda. Pero nadie se atreve a decírmelo a la cara. Deduzco que sabrán, dado mi carácter supongo que para muchos agrio, que no soy proclive a escuchar semejantes patrañas.

Estoy tan ensimismado en el estudio de estos documentos que no he advertido la marcha del resto. No recuerdo haber oído el sencillo “Buenas noches, sr. Rodríguez”. Quizá, ni siquiera se hayan tomado esa molestia por no querer importunar mi visible concentración… Me faltan datos en este informe. Tengo que ir a los archivos. El vigilante debe haber llegado ya. Seguro que no le sorprende el hecho de encontrarse conmigo a estas horas todas las noches, aunque tampoco me saluda al verme. ¿Tan desagradable soy que no merezco siquiera un simple “hola”?

Pulso el botón del ascensor justo cuando aparece por el fondo del pasillo. El ruido de los motores le hace volverse hacia mí y acercarse. Parece que quiere echar un vistazo aprovechando que bajo. Mira incrédulo a la puerta, expectante, echando mano a su porra. La puerta se abre y se introduce tras de mí después de dudar unos segundos. Él mismo pulsa a la planta del sótano. Suelto un gracias que no es respondido. Tal vez haya hablado tan bajo que no lo ha oído. El persistente y típico silencio, rara vez alterado del habitáculo, no se rompe, pero no estoy dispuesto a repetir mi agradecimiento ni a hablar de cualquier asunto trivial, del tiempo, que es lo más común. Cuando llegamos al sótano salgo el primero y me dirijo hacia los archivos. Él permanece en el ascensor, escudriñando con su linterna, hasta que finalmente decide salir. Lo veo enfocar en todas direcciones. ¿Qué diantres estará buscando?

Abro el archivador histórico y rescato la carpeta que me interesa. El vigilante sigue mirando por ahí. No le presto atención. El documento que me interesa fue revisado por mí hacía un par de semanas, pero ahora tiene un post-it: revisado por el fallecido Sr. Rodríguez.

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