-. ¡Pues claro que llegaremos a tiempo, María! .- El padre estaba aún más nervioso, si cabe, que la niña.

-. Si continuamos por aquí pasaremos bajo el puente… ya verás que bonito… .- Puntualizó la madre.

María miraba con ansiedad por la ventanilla trasera del coche, mientras este avanzaba penosamente entre la larga cola de vehículos. No veía el momento de llegar a destino y poder ver la plaza, todas esas luces, todos los puestos de venta ambulante, a toda aquella gente alegre. O triste…

-. ¡Mira! ¿Ves la tienda de golosinas? Pues allí me compraba tu abuela aquellos bastones de caramelo que te dije, iguales a los que dibujábamos juntos con tantos colores. .- Todo el afán del padre era contarle a María el máximo número de vivencias que era capaz de recordar.

El coche se iba acercando poco a poco al puente. Allá a lo lejos la niña podía distinguir el único arco que cruzaba la calle. Enorme, majestuoso y simple el mismo tiempo. Exactamente como se lo había imaginado, por fin podría atravesar aquella gran puerta. Pero esta vez lo haría de verdad, no en su imaginación, como tantas y tantas veces había hecho ya.

Hacía bastante frío, todo el mundo llevaba prendas de abrigo y caminaban muy rápido. Ella no estaba acostumbrada a tanto ajetreo. Su mundo era más pausado, y en él no había tanta gente. En el pueblo la vida pasaba más lentamente. En la capital la vida tenía prisa.

La subida por la calle empedrada duró una eternidad, María no podía esperar a ver la plaza.

No paraba de recordar todas esas historias deliciosas que su madre le llevaba contando desde que tenía uso de razón. Al amor de la lumbre en los crudos inviernos de su pueblo natal, en la ladera de la montaña.

O en aquellas largas tardes de verano en el prado. Justo después de merendar. María quedaba siempre adormecida, tumbada en la manta y mirando al inmenso cielo azul, sintiendo realmente el suelo irregular bajo sus pies, a cada paso que daba por las calles antiguas y llenas de historias, todo gracias a su apabullante e infinita imaginación…

Dejaron el vehículo estacionado unos cientos de metros pasado el puente. Era imposible continuar, demasiada gente y demasiado tráfico. Continuarían a pie.

El aire helado golpeaba en la cara de los tres mientras caminaban calle arriba observándolo todo, haciéndoles llorar. María tiraba con fuerza de la mano de su padre, intentando ganar tiempo para poder gastarlo de pie, quieta, justo en el centro de aquella plaza, saboreando cada segundo mientras hacía realidad su sueño.

Después de callejear y de esquivar la mayor cantidad de personas juntas que la niña había visto en su vida, llegaron a uno de los varios accesos a la plaza. Un pasadizo cargado de años, María pensó que hasta al mismísimo tiempo le gustaba recrearse subiendo aquellos escalones, acariciando las rugosas paredes. Se detuvieron unos instantes para observar la extraña y sugerente geometría de los edificios, con sus perfectas y alineadas hileras de balcones y ventanas.

Arco_M2.jpg

Nada más comenzar a subir las gastadas escaleras María sintió una fuerte corriente de aire en la cara. Siempre recordaría ese golpe de viento como el saludo de bienvenida que le ofreció la plaza, junto a las innumerables vidas y experiencias de todos los que por allí habían pasado a lo largo de incontables años y que allí habían quedado grabadas.

Jamás olvidaría la sensación de frío renovador que recorrió todo su cuerpo al mirar hacia arriba y ver el final del pasadizo, luminoso, como si de una ventana a otro mundo se tratase.

La vieja plaza se abrió ante su atenta mirada. Sin concesiones. Entregando toda su belleza de golpe.

Plaza_M21.jpg

Viejas piedras perfectamente conjuntadas atesorando aquella excitante modernidad que iba creciendo día a día, gracias a todos los visitantes que paseaban por ella. En la mente de esa niña, y posteriormente en la de una mujer adulta, esa plaza siempre fue recordada como un almacén de aire fresco. En todos los sentidos. Cualquier idea podía surgir estando entre aquellos edificios. Cualquier cosa era posible después de pasear tranquilamente por los soportales que bordeaban todo el perímetro. 

Soportales_M21.jpg

Aquel aire parecía poseer la maravillosa propiedad de barrer todo lo malo, caduco y anticuado que una persona pudiese tener dentro de su alma, dejando el espacio libre para volver a llenarlo de lo que se quisiera…

Un día perfecto, lleno de bonitas fotografías. Ninguna en papel. Todas ellas colocadas en la memoria de María. En esa jornada todo fueron risas, asombro y felicidad.

Después de aquello no volvería a ser la misma. Siempre le gustó recordar esa tarde como el centro de una inmensa espiral, la espiral que había seguido su experiencia vital con el devenir de los años. 

Una vida llena de vaivenes, movimiento. A veces dura, pero siempre gratificante y enriquecedora.

Aquel fantástico viaje María y sus padres lo realizaron hace más de medio siglo. Hicieron el trayecto en un flamante Citröen 11. La visita a la capital formaba parte de un regalo largamente esperado. Una promesa que María consiguió arrancar a su padre, con el tesón único que solo una niña de 9 años puede imprimir a un poderoso e imparable deseo de conocimiento.

…Es de esa clase de deseos que nacen en el seno de una familia. Y que solo pueden hacerse realidad gracias a la unión entre los miembros de la misma. En ningún otro lugar o bajo cualquier otra circunstancia pueden darse las condiciones para que ese anhelo irrefrenable de vida en común y ese conjunto de maravillosas experiencias compartidas lleguen a materializarse…

Fin.

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