En el centro de la sala hay una mesita baja con agua e infusiones de cortesía. Está rodeada de sillones de color azul imitando a piel, tan incómodos, que sentarse cinco minutos son suficientes para que el plástico se pegue a los muslos y a las posaderas. Un tabique separa la estancia de la salita refrigerada donde yace Antonio, a diecisiete grados y medio. Está guapo con los caracolillos castaños bien peinados y sin rastro del aspecto macilento de la muerte reciente. No hay hinchazón ni síntomas de enfermedad en su semblante plácido. También se le ven las diminutas manos en el regazo; ésas que levantaban y labraban enormes piedras.
Reme está frente al cristal. Se pega al vidrio y deja la marca de sus manos en un vano empeño por acariciar la imagen de Antonio tras la fría superficie. Viste un conjunto modesto, sin ninguna concesión a la mujer presumida que siempre ha sido. Sus cuatro hijas están con ella. La mayor, la más sensible, es una bonita muñeca a la que el dolor ha demacrado el rostro. Las otras tres, más enteras, intentan que la cordura se imponga a la pena inmensa de la pérdida.
-Te quiero, mi amor. Te quiero, te quiero– murmura Reme con voz trémula de adolescente enamorada.
Las hijas reciben a todo aquel que apreció a su padre: familiares, vecinos, compañeros de trabajo y hombres fuertes como robles lloran y se rompen por la partida temprana de su amigo. La noche se echa encima y en el tanatorio permanecen Reme, sus hijas y yernos, nietos mayores y una nutrida representación familiar de tres generaciones distintas. Las luces bajan y los sofás son ocupados por cuerpos enroscados que buscan acomodo. Vuelan aquí y allá las mantas, aparecidas por obra y generosidad de tías y primas. Aquí nadie está solo.
Ronquidos desbocados, susurros de primas que conversan, tímidos pasos que van y vienen y se asoman al sillón donde Reme, caída de puro agotamiento, al fin se ha dormido.
Amanece. Ella comienza a desperezarse. No sabe dónde está y se incorpora. Observa la huella que su cuerpo ha dejado en el sofá, completamente desorientada. Mira hacia la cristalera tras la que está Antonio y rompe a llorar, sin dar crédito a lo que ve. La pequeña de las cuatro se acerca a abrazarla y poco a poco toma conciencia de la situación. Su hija le indica que han de ir a casa para darse una ducha y afrontar las últimas horas; las más duras.
Las nubes tapan parcialmente el sol y salvajes rayos de luz sacados de la paleta de colores de algún pintor caprichoso y loco, pugnan por salir entre ellas; rosados, azules y amarillos le dan la bienvenida al nuevo día y anuncian que todo sigue, que nada se detiene: otros vendrán que cubran nuestro lugar en el mundo.
Reme regresa, más tranquila y es consolada por el buen puñado de personas que siguen allí o se han acercado por la mañana. El personal de la funeraria llama a la familia; será el adiós definitivo a Antonio. La sala es minúscula y él está en el centro; lo besan y lloran por última vez. Dicen adiós a un hombre pequeño y alegre, que fue bueno incluso para afrontar la muerte. El eco de su ausencia queda en el aire como un doloroso clamor amplificado, como un boquete en el pecho sin solución posible.
Los dos lo habían hablado. Habían decidido que el lugar en el que vivió y fue tan feliz, fuera el lecho de sus restos. Allí conservaba los recuerdos más entrañables con sus padres. Años después, cuando Reme y él se conocieron siendo apenas unos niños, compartieron entre sus arbolillos y rocas momentos muy dulces.
Cuatro coches forman la comitiva familiar camino de “El Cerrillo”. Son las cuatro hijas, con sus respectivas familias y la propia Reme portando la urna funeraria con los pocos gramos de ceniza a los que han quedado reducidos los setenta y tres años de vida de Antonio.
Desde el cerro se divisa la belleza sobrecogedora de una inmensa hilera de montañas. Han pasado muchos años desde que ella pisó por última vez aquel paraje ahora reseco, sediento de las lluvias de otoño que se aproximan. Las vacas campan no muy lejos, y la finca está rodeada por una valla baja de piedra con una alambrada de espinos. Reme, curiosa mezcla de ángel y gladiador, no lo piensa dos veces e intenta colarse por debajo. Uno de sus yernos levanta el alambre por los pelos y ella se cuela dentro de la finca con vitalidad asombrosa. El nieto varón más mayor la acompaña, temeroso de que la emoción del momento y la debilidad física hagan desvanecer a su abuela.
El viento fresco de septiembre hace ondear la camisa y el pantalón blancos de Reme, que se adentra unas decenas de metros en la finca. Su nieto permanece cerca, guardando una respetuosa distancia.
-Mi amor, te quiero, mi vida– dice una y otra vez mientras esparce las cenizas con infinita ternura.
Su familia contempla la dulce despedida con un nudo en la garganta y cuando ella regresa con lágrimas en los ojos se funden en un abrazo silencioso que sella el pacto de seguir los deseos de Antonio: “sed felices y permaneced unidos”.
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus