La canción del abuelo

La canción del abuelo

Laura Bech

10/01/2016

Mi padre perdió a su madre a los 9 años. Fue un problema mucho mayor que quedar huérfano, mi abuela dejó 5 hijos y un marido esquizofrénico. Su muerte, mientras pujaba en el alumbramiento de su última hija, ocasionó un trastorno familiar que dejó inútiles de todo criterio humano a los adultos que la rodeaban.

Su muerte fue un problema tan grande que nunca se lloró su ausencia per se, se lo hacía para reclamarle el condenado asunto que les había dejado. Cada adulto de la familia se llevó un crío. Así, mi padre y sus hermanos, fueron repartidos como cachorros a los tíos sin hijos, a la abuela viuda y a la prima solterona. Mi abuelo no era un loco bueno, era verbalmente violento y con conductas agresivas propias de su paranoia.

Mi madre era la hija menor de un matrimonio de clase media que vivían en las afueras de la ciudad. Conoció a mi padre en un baile, cuando ambos tenían 18 años. Se casaron cinco años después, vírgenes ambos, y se fueron lo más lejos que pudieron.

Mi madre se quejaba del desamor de su padre y su hermana que no eran capaces de acercarse a verla, el reclamo lo hacía extensivo a la familia de su esposo que, según ella, eran igual de desatentos. Mi padre, en cambio, telefoneaba y escribía cartas a sus hermanos invitándoles en navidades y cumpleaños. Él sí que tenía ilusión al respecto, pero como era huérfano sabía que había deseos irrealizables.

La navidad del año en el que murió mi abuela, él fue a la cena de nochevieja con una mujer que presentó como novia. Un tiempo después se casó con una mujer que no era aquella. Mi madre no lo aceptó y dejó de hablarle formalmente, aunque lo hacía de manera oficial como mero trámite diplomático para algún encuentro que mi padre propiciaba.

En una de esas visitas desprovistas de cariño y amor, viajamos a la capital para celebrar las pascuas. En la casa de mi abuelo estaba mi tía con sus hijos, mi abuelo y nosotros seis. Habían preparado ensalada y empanadas de atún y decorado la casa con guirnaldas blancas y amarillas. 

La canción del abuelo

Mi madre optó por sincerarse, muy a su estilo, y le dijo, apenas terminar el postre, que era una «mierda de persona».

Ella que fue docente y que a sus cuatro hijos hacía enjabonar la lengua cuando emitían alguna grosería, llamó a su padre «mierda de persona» en domingo de ramos y delante de toda su familia.

Le dijo que un hombre de bien aceptaría la condición de viudo y respetaría la memoria de su mujer. Mi madre es extremadamente melodramática y artificiosa en sus acciones, así que después de esperar durante 7 años un gran encuentro familiar, llamó a su padre «mierda de persona», acarreó a sus hijos hasta el coche murmurando «mierda de persona, mierda de persona» y gritó a mi padre que pedía disculpas en el comedor de la casa de mi abuelo, que se diera prisa.

Cuando subió al coche, mi padre le preguntó si se había vuelto loca y dejó de hablarle a mi madre las 4 horas del viaje hacia nuestra casa y toda la semana siguiente.

Cinco años después, mis padres se divorciaron, mi madre jamás se lo contó a su padre. Un viernes por la tarde, sin ningún aviso apareció en el piso inmundo al que nos había llevado mi madre luego de la separación. Por esa época, ella había comenzado a amenazarnos con suicidarse, hecho que a mis hermanos y a mí no nos parecía una mera amenaza y exacerbábamos nuestra buena conducta.

Cuando Juan, el más pequeño de los hermanos, vio a mi abuelo y su mujer, teníamos prohibido llamarla abuela, bajar del taxi, corrió hasta la cocina y le dijo contento a mi madre que había llegado el abuelo. Decía: «llegó el abuelo, llegó el abuelo» como si llevase sus 9 años de vida esperando pronunciar la frase que otros niños repiten cada fin de semana.

Yo pensé que mi madre aprovecharía la situación para decirnos que se mataría, pero tan desesperada estaba, que abrió la puerta con los ojos llorosos y abrazó a su padre.

Hizo café y por si alguno de los que asistíamos a esa ceremonia no le apetecía el café también preparó te. A mí me envió a la panadería a comprar «cosas ricas», por eso no estaba cuando lo demás sucedió.

Matías, el mayor de los hermanos del medio, me contó que el abuelo permaneció de pie junto a su mujer. Imagino que tan poco sabía el abuelo de sus nietos, que no sé dio cuenta que faltaba yo.

– Me contó tu hermana que te has divorciado – mi madre no utilizaba ese término, porque el divorcio implicaba la posibilidad de un nuevo matrimonio y eso ella no lo concebía.

– Alfredo me dejó

– Pobre mujer – dijo mi abuelo y se marchó.

Cuando llegué de la panadería, mi madre estaba llorando en el sofá, acurrucada sobre las piernas de Matías, su hijo preferido.

Juan, Mercedes y yo, que siempre quedábamos fuera de las escenas de cariño entre ellos, la observamos llorar varias horas. Yo sentí pena solo por mis hermanos que habían tenido que presenciar aquello. Creí que mi abuelo se merecía aquello de «mierda de persona» porque sus nietos, sobre todo Juan que lo había visto una sola vez con anterioridad, deseaba quererlo.

Cogí a Juan y Mercedes de la mano, los llevé hasta la habitación y les hice inventar una canción que se llamaba «mierda de persona». La letra iba cambiando, pero giraba en torno a un estribillo que insultaba a nuestro abuelo. Era gracioso vernos así, en una especia de ritual africano danzando en círculo y gritando “mierda de persona, mierda de persona”.

Mi abuelo murió en un tren al poco tiempo, su cuerpo estuvo sin ser identificado varios días y a mí me parece la muerte más horrible de la que escuché hablar.

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