A finales del mes de abril del año 1969  un grupo de niñas entre siete y ocho años esperan en la capilla de un colegio religioso el turno para confesarse antes de su primera comunión. La emoción es evidente en los ojos de todas ellas.  Algunas ríen,  otras hablan y otras están en silencio.

Ella no habla porque tiene miedo de hablar. Se mantiene callada, triste, tan triste que incluso le duele el pecho. No sabe que siente. Es una extraña mezcla de  dolor, vergüenza y  culpa. O todo a la vez. En algunos momentos  nota una presión en el corazón que  va hacia adentro como si el dolor buscara un camino para esconder la pena.

Le toca su turno, le tiemblan las piernas, habla despacio y bajito,  casi sin fuerza.  Confiesa sus pecados y se salvara, por fin podrá sentirse limpia y libre.

Pero su sorpresa es desconcertante cuando le imponen la misma penitencia que a las otras niñas: tres aves marías y un padrenuestro. No era su pecado tan grande y ahora para limpiarlo ¿Solo necesita hacer lo mismo que las demás? ¿A lo mejor no se ha salvado? ¿A lo mejor se ha equivocado el párroco?

Pertenece a una familia numerosa de padres también con familia numerosa y primos y primas y tíos y tías que esperaban el verano para reunirse. Los veranos eran especiales, diferentes, pero pasaban muy rápido. Disfrutaba mucho mientras se sentía libre, fuerte y en intenso contacto con la naturaleza.

En ocasiones viajaban a las montañas  donde vivía  la mayor parte de la familia de su madre y allá  entre los prados y el río pasaban los días; bañándose, tirando piedras, buscando animales y sobretodo jugando con sus primos. Ella prefería jugar con sus primos. Con los niños todo era más divertido y la aventura estaba asegurada. A veces había llegado a casa tan feliz sin las sandalias que había perdido en el río.  Para ella en aquellos despreocupados momentos todo era divertido. Cincuenta años más tarde todavía recuerda el azul del cielo y el olor de los prados.

Otras veces eran los primos los que se desplazaban a su casa. Vivían en un pueblo pequeño también había un paraíso escondido: el huerto de la tía. Eran veranos de atardeceres con olor a tomates recién regados, a tierra húmeda, a conejos y a gallinas.

Una tarde del mes de agosto con solo seis años acompañada de su hermana, dos años mayor,  y un primo de su misma edad  en el huerto de su tía jugaban al escondite. Entonces  el niño, movido por la curiosidad típica de esa edad, pidió a las niñas  si le podían enseñar la vulva y muy generoso él enseñaría su pueril pene. La mayor con una contundencia extrema se niega  y la pequeña  con la curiosidad propia de una niña de esa edad dice que sí.

Pues ese fue el gran pecado. A partir de entonces el equilibrio del verano se alteró. Comentarios grotescos, fuera de tono, inoportunos para una niña. Temporada tras temporada le decían que ella era una niña mala y se había comportado como una “puta”. Por eso la castigaron solo a ella.

Tuvo que esperar dos años hasta que pudo confesarse y no limpio su pecado, no curo su dolor.

Las mujeres de su familia son fuertes pero no valientes. Han luchado por avanzar, por mejorar, pero nunca se han enfrentado a la voluntad masculina.

La culpa, ese fantasma impuesto socialmente en los años de posguerra, en su casa era latente. No se hablaba de responsabilidad, siempre tenía que haber un culpable y la actitud sumisa de su madre con su padre se le presento como un modelo de relación contradictoria ¿Por qué si se querían tanto se llevaban tan mal? Es fácil de entender no podía haber rotura la familia tenía que estar unida. 

El otro fantasma era el sexo. Toda manifestación de un cuerpo desnudo era considerada pecado. Y toda la desnudez se asociaba al tema sexual. Una niña de seis años que muestra sus partes más íntimas a su primo era una pecadora.

A partir de ahí y con el tiempo fueron surgiendo los secretos de familia que se guardaban y se revivían en las creencias y los valores. La tía que quedó embarazada antes de casarse, la prima que supuestamente  fue fruto de un incesto, el tío que despreció durante años a su mujer por no haber llegado virgen al matrimonio.  Y como no,  los tíos y los abuelos que eran infieles a sus mujeres y que nunca se nombró. Eran varones y ellos tenían derechos que sobretodo manifestaban y ejercían  sobre sus mujeres.

Con el paso de los años ella, la niña, también llevaba un peso y no entendía por qué siempre pensaba en su primera comunión y su gran pecado. Al final lo sintió en lo más hondo de su alma y escucho a su corazón, aprendió  a escuchar y a perdonar todo el peso del dolor escuchando a los demás.

Sintió y  recordó a todas y cada una de esas mujeres de su familia que nunca se atrevieron a quebrantar el poder de los varones, por miedo a ser rechazadas, por miedo a ser pecadoras en un sistema hermético, en el cual la única salida que tenían era desahogarse con sus hijas y adiestrarlas para la sumisión del deseo del hombre. Porque ellas no sabían hacerlo de otra forma.

Ya adulta después de un triste matrimonio  decidió aprender a vivir y se divorció. Entendiendo que esas mujeres fuertes de su familia no se atrevieron a ser valientes y que ella las reconocía respetando todo lo que habían vivido. Entendió que para continuar necesitaba sacar toda la valentía que a ellas les falto.

Por todo ello se sintió profundamente agradecida a su familia ya que ellos contribuyeron a ser tal como era, pues sin ellos esta historia no se habría escrito y sin ellos sus hijos varones no habrían nacido. 

Gracias mamá !

FIN

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