La felicidad vive en el postre.

La felicidad vive en el postre.

Mi abuelo comía las natillas como si no hubiera un mañana. Apenas terminaba de limpiarse los morros del segundo plato, arrimaba la fuente de natillas hasta sus dominios de la manera menos delicada posible, y se ponía a comer sin esperar a nadie. Para cuando mi abuela se disponía a servir natillas, tan sólo unos minutos después, justo lo que tardaba en retirar los platos llanos para poner los de postre, la fuente había perdido la mitad de su contenido. Tal era la gula de mi abuelo.

Mi madre decía, en un intento por disculpar lo indisculpable, que habían pasado mucho hambre cuando la guerra, a lo que yo siempre le contestaba que ellas y la abuela también, y no por eso se tiraban como lobas al postre. Esta conversación invariablemente terminaba igual, a ver el día que dejas de replicar tanto.

Sospecho que mi madre tampoco le soportaba, no sabría decir siquiera si le quería en el sentido profundo de la palabra, pero cultivaba la hipocresía social, el guardar las formas y sobre todo, no dar de qué hablar a la gente, por eso, nos obligaba cada domingo a comer en su casa como si de unos amorosos nietos se tratara.

Mi abuela bordaba la receta de las natillas, fuego bajo y sin dejar de remover, ese es el truco para que no se corten. La pobre pensaba que yo tendría que hacer natillas también algún día, no tenía ni idea de que Danone estaba por llegar para liberarnos a las mujeres de los fogones, no así de los maridos. Aún así, me encantaba acompañarla en la cocina, se la veía disfrutar y era de los pocos territorios en donde no pesaba el yugo de su pequeño dictador casero. FIN.Abuelos.jpg

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