Ordenando la estantería y moviendo los libros, cayó al suelo una fotografía en blanco y negro que me trasladó en mi memoria al año 1991. En la imagen aparece una niña vestida de blanco, con semblante serio y con una mano repostada sobre algo que no se ve, pero yo sé que es un ataúd.
Mi país estaba viviendo unos acontecimientos históricos: la resolución de la URS, que acabaría levantando fronteras entre familias y separándome de mi tierra natal.
Era un día de verano, finales de agosto, yo estaba esperando el día de mi cumpleaños, estaba a punto de cumplir los diez años. Siempre fui una niña muy flaca y alta, y en aquella época recuerdo sentirme muy mayor. Mi madre ya me confiaba las llaves de casa y yo entraba sola cuando volvía del cole. Como todos los años, había pasado el verano yendo con mi abuela a la dacha (casa de campo en Rusia), donde le ayudaba con el huerto. Y recuerdo que cuando más disfrutaba era los domingos por la tarde, los días en los que daban por televisión los dibujos animados de Walt Disney. Era como sumergirme en un mundo chispeante, un mundo de color, un mundo con el que soñaba desde que era muy pequeña y este mundo era Europa. Sabía que un día este lugar sería para mí. Pero de momento solo estaba en mi imaginación, mientras yo vivía en un pueblo del norte de Kazajstán.
Lo recuerdo como si fuera ayer, aquel día yo estaba en la cocina con mi abuela, que vivía en la misma escalera que nosotras, cuando llegó mi madre. Era su cumpleaños (cumplía años el mismo mes que yo, solo dos días antes), aunque no recuerdo que ella celebrara sus cumpleaños nunca, no le gustaba ser el centro de atención. Estaba muy delgada, pues llevaba meses encontrándose mal y los médicos no daban con el diagnóstico… Empezó hablar con mi abuela, sin que yo prestara demasiada atención de qué hablaban. De repente, dejó caer una frase que, aunque no me hizo reaccionar al instante, sí me hizo detener el juego, las palabras rebotaron en mi cabeza como un eco a cámara lenta: “Se ha muerto Victor Papernyi”. Mi madre tenía esta forma de protegerme, intentaba tratar las cosas duras con “naturalidad”. Desconcertada, me giré hacía ella “¿Papá ha muerto?”. Mis padres se habían divorciado cuando yo era pequeña por culpa de los problemas de mi padre con alcohol y todos aquellos años yo apenas había tenido relación con él. Nosotras vivíamos con mi madre en un piso pequeño y por suerte su sueldo de responsable en la fábrica metalúrgica le permitía sacarme adelante sin ayuda de nadie. Yo crecía sin cuidados de un padre, las pocas veces que él aparecía por nuestra casa, siempre estaba borracho y mi madre, cediendo ante mis lágrimas, acababa dejándole pasar. Era mi padre y le quería, aunque ahora ya apenas recuerdo su aspecto físico. Yo no lo sabía, pero él llevaba unos meses ingresado con una leucemia, que acabó matándolo justo el día de cumpleaños de mi madre. El entierro se celebraba dos días después, coincidiendo con tan esperado mi décimo aniversario. Mi madre decidió no acudir, pero me vistió de blanco y dijo que yo tenía que ir. Fui a despedirme de mi padre sola.
Así, algo precoz, empezaba mi introducción a la vida de adulta que, a partir de entonces, iba a ser un remolino de sucesos y acontecimientos, entre los cuales la pérdida de mi madre por culpa de un cáncer, tan solo seis meses después de la muerte de mi padre.
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