Levantaba el sol en el horizonte y empezaba a cegar los ojos de la muchacha, cuando divisó la torre de campanas. Miró a su tío, y ambos se sonrieron. Fue una sonrisa de seguridad la de él, y de confianza la de ella. La torre completó una estampa bien diferente a la que acostumbraba a ver en el pueblo donde creció. “¿Estarán los majuelos del otro lado de las casas?” se preguntaba mientras observaba cómo las espigas eran suavemente movidas por la brisa de la fresca mañana. Era primavera.

Según tomaban la curva y descendían la cuesta que daba entrada al pueblo, una chiquillería salió corriendo al grito de “¡ya vienen! ¡ya están aquí!”. Y unos metros más adelante encontraron al alcalde, al alguacil, al tesorero y secretario del ayuntamiento, al practicante y al señor Basilio Pérez, que ya retirado de los quehaceres cotidianos de la labranza, acostumbraba a dar paseos bien de mañana buscando las noticias del día. Los saludos no pudieron ser más sinceramente cordiales y educados. Y todos se dirigieron ya andando a la casa donde los recién llegados pasarían unos cuantos y prósperos años.

Salía el joven y simpático jornalero de la casa de la señora Vitorina, una vez hechas las labores de la mañana, cuando de frente se encontró con el carro cargado que le cerró la vista de la muchacha que ya entraba en la casa parroquial. Traían una mesa similar a la que había en el sindicato, para escribir, cuatro sillas recién cordadas, dos reclinatorios de reluciente terciopelo granate, dos baúles bien forrados de piel repujada, tres maletas de cartón, y unas cuantas cestas que ya empezaban a descargar dos vecinos que sin duda se llevarían una buena propina. “Ya vino el cura”, se dijo el joven, y siguió la carretera en dirección a la esquina de la fragua. Era mediodía y todavía tenía tiempo de charlar un rato al sol. Los comentarios sobre el recién llegado no se harían esperar.

A las cinco de la tarde, el señor Eulogio ya andaba pregonando por las esquinas que mañana sábado la misa ordinaria sería a las nueve de la mañana. Mal día para conocer la prédica del nuevo párroco. Los más esperarían a la misa de diez del domingo.

 Llena estaba ya la iglesia, y los parroquianos lucían las galas de los domingos de fiesta grande. Eran gente sencilla y honesta, con sus cosas y cosillas particulares; unas veces una de cal y otras de arena; pero de manera general, todos tenían ese don que les permitía parecer y ser hospitalarios.

Cuando el joven jornalero del que hablamos entró en la iglesia, presignándose con agua bendita al tiempo que se descubría, sus ojos se dirigieron al presbiterio, donde una joven muchacha arreglaba las flores que adornaban ya el altar mayor. Flores también a los pies de la patrona. Por su gesto humilde y delicado, su manera de hacer distraída pero ordenada, su rostro y su juventud… entre las flores, la imagen de la santa y la joven muchacha, Isacio decidió ya quién era la más hermosa. Nunca hasta entonces el corazón le había latido de esa manera tan acelerada. Nunca hasta ese momento su cabeza sintió esas punzadas; nunca su cara se enrojeció tanto, sus manos sudaron y pies enfriaron repentinamente… y nervioso dejó caer su gorra de los domingos, se colocó el chaleco, los puños de la camisa, atendió al cinturón, miró los zapatos bien lustrosos que llevaba y comenzó a caminar por el interior de la iglesia sin saber ya dónde colocarse.

Se llamaba Manuela, y era la sobrina del cura. La primera vez que se encontró frente a ella fue esa misma tarde. Se dirigía hacia la casa parroquial cuando en la misma puerta trasera se encontró con don Gerardo y su sobrina, que salían de paseo. Con la voz temblorosa mostró sus respetos, haciendo gala de la buena educación que tenía, y se atrevió a preguntarles por la visera que había extraviado, quizá en la iglesia.

A partir de ese momento todo discurrió de una manera serena pero palpitante, rápida pero muy sentida, y entre los dos jóvenes fluyó la amistad, el respeto, la generosidad y el amor. No pasaron trece meses y sonaron campanas de boda. No llegaron al primer aniversario y ya bautizaron al primogénito; no había cumplido éste el año y ya anunciaron el nuevo estado de buena esperanza. Buena esperanza, cariño y paz era lo que irradiaba ahora la casa parroquial, donde siempre lloraba un bebé, jugaban los niños y repasaban la lección los más mozos.

 Cuentan que don Gerardo, en aquellos momentos en los que en el pequeño municipio se sentían ya los vaivenes de una política que ensombrecía al país con una guerra civil, no dudó en ponerse de rodillas y pedir clemencia para con los obreros a los que venían a buscar, acusados de Dios sabe qué. Cuentan que a don Gerardo, le gustaba invitar a merendar chocolate y jugar a la 31 al señor alcalde, a don Raimundo el practicante, al señor Justino y al señor Ponciano, el yerno del señor Basilio. Y allí pasaban la tarde, en la sala de la nueva casa que había comprado ya Isacio, mientras lloraba un bebé, jugaban los niños, repasaban la lección los más mozos y las hijas mayores atendían las faenas.

Cuentan que Manuela siguió tan guapa y dulce como cuando la vio Isacio por primera vez. Cuentan que Isacio fue comprando tierras y ganado con el que trabajarlas, y poder dar de comer a su familia. Y cuentan, que todo quedó en silencio una tarde de julio, cuando llevaron a Manuela al hospital provincial después de un nuevo parto que duró tres días. El tiempo se paró, mientras se escuchaban los sonoros segundos del reloj de cuerda del tío Gerardo.

FIN

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