El final de esta historia es triste, porque implica un revelación y porque todos los buenos relatos son tristes de algún modo, y éste sucede ante una pintura que ahora ya reside en un lugar privilegiado en mi pinacoteca mental, pero que no conocía antes de toparme con mi hermana pasmada frente a ella tomándole fotografías, a unos seis mil kilómetros y casi dos años después del lugar y el tiempo donde creo recordar que la vi por última vez.
Aunque resultó ser la última en dejar la casa paterna, Susana presumía de ser la mayor de los tres hermanos. Se hacía llamar jerárquicamente el Hermano Mayor, lo que no evitó que, a pesar de su autoridad y su carácter de delegada de mis padres, siempre revisara con indulgencia nuestras travesuras y se comportara con valentía cada vez que surgía la ocasión de defendernos.
Mi hermano Ramiro y yo éramos inseparables en aquella época, a pesar de que hoy, estragos del tiempo y de los malentendidos familiares, no es que no nos podamos ni ver, pero preferimos rehuirnos a fin de evitar un choque tan innecesario como desagradable. Tampoco ayuda el que hoy mi hermano malviva en algún lugar del Medio Oriente consagrado a uno de sus turbios negocios; pero nada de eso es óbice para que entonces compartíeramos tantas aventuras ficticias que, en algunos momentos, ya ni siquiera supiéramos en cuál de las dos fantasías andábamos inmersos y a la deriva, si en la suya o en la mía. Y, ahora que lo pienso, nos recuerdo tan diferentes… Ramiro siempre de acá para allá, perdido en el logro de sus ambiciones; sin comprender la naturaleza ni los sacrificios que nos acercan a alcanzarlas; y yo, como uno de esos chicos lánguidos que pasan horas y horas frente a los escaparates de las librerías.
Un día mi hermana nos comunicó que se marchaba a Londres con su novio Peter, un inglés pelirrojo y barbilampiño de mirada cervina que a mí no me gustaba un pelo, y aquel día con mayor motivo; ya que le culpé de que mi hermana llorara a lágrima viva sobre una de aquellas viejas carpetas forradas con fotos de cantantes y actores de moda, mientras mi padre, un católico recalcitrante, chillaba como un animal arrinconado y arrojaba sobre ella todas las llamas del infierno. Al escuchar los sollozos y portazos de mi hermana y darme cuenta de cómo mi padre le señalaba el vientre antes y después de propinarle severas bofetadas, supe que tardaría una larga temporada en volver a verla. Y así fue.
Fui a visitarla a Londres tiempo después, cuando yo también logré huir de la férula de un padre como el nuestro, y con el espacio suficiente para entender el motivo por el que mi hermana se había marchado a Londres cuando lo hizo. Y sí, también para sospechar que su delgadez actual era una forma insana de negación de lo que había ocurrido hacía un par de años.
Mi avión aterrizó con tres horas de retraso y para cuando llegué al Pub donde nos citábamos, una de esas cervezerías tras Picadilly que presumen de canallas porque cierran arriesgadamente a las once y media de la noche, mi hermana ya no era capaz de colocar una palabra detrás de otra. La agarré del brazo para llevarla al hotel y un inglés, muy alto y muy chupado, se acercó a mí con una de esas sonrisas con flema que preceden a los tumultos en los bares británicos, y antes de que pudiera darme cuenta, su puño, del tamaño de un tiesto de geranios, impactó contra mi frente con un feo crujido interior e hizo que me tambaleara penosamente hasta que me derrumbé junto a un montón de servilletas sucias.
Recuerdo la humillación del golpe, y la posterior por no haber presentado batalla; el tipo me sacaba dos cuerpos. Pero aquello no me dolió tanto como la imagen que aún conservo de mi hermana abandonando el local minutos después. Mi querida hermana, la misma que siempre nos defendió de los firmes castigos de mis padres, me dedicó una sonrisa enigmática -que hoy quiero interpretar avergonzada- y, mientras yo yacía en el suelo del pub, en medio de todos aquellos desperdicios apelmazados por la cerveza seca, salió del local del brazo del mismo tipo que un minuto atrás había noqueado a su hermano pequeño.
Cuando volví a Madrid, en casa apenas se hablaba de ella, supongo que a instancias de mi padre y mi hermano, que la habían declarado muerta; salvo cuando llegaba correspondencia del Reino Unido. Pues a pesar de ser mi madre la que rasgaba los sobres con el abrecartas, haciendo gala de una ceremonia ruidosa y ensayada, yo percibía que mi padre apartaba los ojos de la televisión y mi hermano de lo que quiera que estuviera haciendo para ver si así le llegaban unas noticias que mi madre se negaba a comunicarles a menos que ellos lo suplicaran, cosa tan improbable como que nevara en el Sahara central. Y así pasaron cinco o seis años más.
Hace poco, aproveché mi primer desplazamiento pagado por la empresa a Nueva York, dónde vivía Susana desde hacía dos años, para hacerle una fugaz visita. Mi padre había muerto un año atrás, mamá no es que goce de una salud resplandeciente y yo deseaba con todas mis fuerzas abrazar a mi hermana, tomar un café caliente, recordar nuestra familia antes del jodido Big Bang que destruye todas las familias. A pesar del tiempo, no tardé en reconocerla donde me citó, en el MoMa. Estaba de espaldas a mí, con una camiseta azul lavada y una figura esbelta, y su melena rubia y desgarbada frente a una pintura de Wyeth a la que hacía fotos. Y al contraponerlas, a ella y a la pintura, a la pintura y a ella, descubrí por qué no había podido regresar a casa y, en otro orden de cosas, por qué en muchas culturas persiguen denodadamente a los artistas
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus