Hace 98 años, en un pueblito de campo, nació una mujer llamada Vicenta. Cuarta de diez hermanos, Vicenta vivió su infancia en una gran casona de barro que ella misma ayudaba a pintar con colores a la cal, y que quedaba a la vera de un riacho en medio de la pampa, palabra que en lengua quechua significa “llanura”.
Cuando Vicenta tuvo once años, debió mudarse a casa de uno de sus hermanos mayores porque su mamá había enfermado y no podía cuidar de ella. Pero la estadía duró poco: su cuñada, una mujer neurasténica y de mal carácter, pretendía convertirla en sirvienta. Eso no hubiese sido problemático dado que Vicenta era amable y servicial, sino fuese porque la temperamental mujer la maltrataba física y psicológicamente. Su hermano tomó nota de la situación y decidió que lo mejor para todos era que Vicenta se mudara a la ciudad, donde él trabajaba como policía y podría hacerse cargo de ella. En la ciudad fue recibida en casa del comisario jefe de su hermano, con la idea de permanecer con él y su esposa por una semana hasta que él volviese de una misión. Pero la quisieron tanto en esos pocos días que en lugar de una semana terminó quedándose nueve años. Los Velázquez, así se llamaba esta buena familia, la habían adoptado como a una hija y Vicenta, chica pobre de campo y criada con los rudimentos de las familias numerosas, se había convertido, bajo la tutela de su familia citadina, en una “niña bien”.
Una noche de verano, cuando tenía dieciocho años, fue a una fiesta de carnaval con dos amigas. Y esa noche conoció a un joven marinero llamado Ernesto. Y otra noche, unos años después, se casó con él y tuvieron a su primera hija, Silvia.
“Recuerdo la noche que vi a Ernesto por primera vez: me invitó a bailar y dije que no; bajo la camisa se le veían los pelos del pecho, me parecía desaliñado y que bailaba mal. Pero se sacó el antifaz y vi sus ojos verdes…”. Y Cuando Vicenta habla de Ernesto uno imagina esos ojos verdes como un par de uvas frescas iluminándole la cara. Y una luna titilando sobre el agua en cámara lenta, como un espejismo, como un trozo de noche arrancada de algún lugar profundo y fantástico. “Cuando me di cuenta de lo guapo que era quise volver”, sigue contando, “pero él ya estaba bailando con otra”. Vicenta entorna sus ojos oscuros como dos líneas curvas ante el sol naranja del atardecer. Y la veo en esa fiesta con su peinado con jopo, como se peinaban las chicas de los años treinta, y su vestido azul entallado habitando un cuerpo sólido y redondeado, cálido. “Entonces me puse cerca, con mi amiga, para que me viera. Y entonces él dejó a la otra y me sacó a bailar otra vez: «¿baila, morocha?», me preguntó”. Vicenta se ríe y parece irreal que esta señora de casi cien años haya sido el mujerón de la foto: ahí está, sosteniendo la mano de Silvia, su pequeña de cinco años, y acompañada por Ernesto, el marido guapo de los ojos verdes. Sus manos ahora son un racimo de huesos largos y frágiles cubiertos por una piel morena que parece de papel, sus uñas siguen siendo delicadas; están pintadas de rosa. Vicenta mueve las manos con una lentitud densa al hablar, atravesando el aire que la rodea como si fuese un velo. Y es que sus movimientos tienen otra temporalidad, una llena de historias que se irán con ella.
Ahora está rodeada de malvones y margaritas, el sol empieza a caer. Sentada en su silla de ruedas cada tarde de verano que la vida le ofrece al despertar -si se siente bien- sale y riega con una manguera el gran macetero de su jardín, un magnífico espacio verde que ella misma cuida, algo que hará hasta que muera. Es inútil pretender que no se mueva, sus hijas lo saben: contra su obstinación no hay remedio, seguirá arreglando plantas, malcriando perros gordos, comiendo chocolates a escondidas, moviéndose y cayéndose. “Quise prepararme un té”, dirá para explicar un descomunal moretón en la mejilla. Y dirá que aunque ya vivió mucho va a llegar a los cien años porque le gustan los números redondos y porque se lo prometió a su nieta. Que reza para que sus retoños sean felices, que ama cantar tangos. Que hizo todo: se casó y enviudó, tuvo dos hijas -que se casaron y divorciaron-, crió ocho nietos, ayudó a morir a tres hermanos y a un cuñado, cuidó a una suegra hemipléjica y estuvo a punto de morir ella misma -cuando era madre de dos criaturas y no tenía más de 35 años- al sobrevivir a un cáncer de ovario avanzado que le hizo comprender la palabra “milagro”.
Dirá muchas cosas, pero el timbre de sus palabras es más vibrante cuando habla del pasado. En su presente Vicenta se marea y siente el corazón como un trapo mojado. En el pasado era una flor salvaje que andaba a caballo por el campo y enamoraba muchachos que amaban las amazonas. En el presente habla en sueños con Ernesto, que murió en 2009 y cada noche se le aparece para pedirle que vaya con él, que la extraña. “Yo también lo extraño a él, le canto tangos, le canto boleros:
«Ya no estás más a mi lado, corazón. En el alma solo tengo soledad. Y si ya no puedo verte, porque Dios me hizo quererte…», sus ojos pequeños se humedecen.
En el pasado Vicenta hacía buñuelos, iba al cine, jugaba a las cartas con sus amigas, de su edad o quince, veinte años más jóvenes; muchas de ellas ya fallecidas. Jugaban a la canasta, a la generala, a la escoba de quince y a la lotería. Y Vicenta siempre ganaba.
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