El bisabuelo, en el día de su boda, poco antes de mudarse a la casa de la sierra. Él fue quien lo empezó todo, el cambio, el Clan. Aquí todos le admiramos mucho. Le respetamos. Qué más puede pedir el orgullo de un hombre, que verse rodeado de sus hijos, sus nietos, sus bisnietos; y encontrarse en el centro de esa onda genética en expansión. Ya entonces, en el momento de tomar esta foto, había sufrido el cambio en un par de ocasiones. Sonríe, quizás porque acaricia en su cabeza ese secreto informe, esa mancha oscura que nadie más puede ver. De la que nadie más sabe, ni siquiera la bisabuela. Ella no sabía entonces nada del cambio. Quizás nunca lo sospechó si quiera… Hasta el último instante. El bisabuelo nunca nos habla demasiado de ella. La amaba, estamos seguros, pero al final corrió la misma suerte que todas nuestras mujeres. Deben ser compañeras, madres, y después alimento. Es la ley del cambio, la ley del Clan. Pobre bisabuela, inocente. Pobres flores olvidadas en sus manos. Nada de eso cuenta en última instancia, solo la carne.

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Comenzó hace más de un siglo. Fue en ese tiempo de guerras y desastres que conoció España, en 1898. El bisabuelo había entrado en el ejército hacía unos años, porque no tenía nada mejor que hacer. Porque debía elegir entre el servicio militar o la pobreza. Le destinaron a las colonias en Filipinas, donde entonces se libraba una guerra silenciosa, silenciada, contra los guerrilleros del Katipunan. Imagino al bisabuelo con el uniforme y el salakot blancos, apoyado en un tronco y mirando al vacío verde, el incesante goteo del monzón sobre su cabeza. Su piel cubierta de sudor por ese calor tropical, viscoso y cargado de fiebres, que no cesa ni durante la tormenta. La pólvora de su fusil empapada, su bayoneta oxidada. Al desembarcar en Manila con el resto de los reclutas, se le asignó a un destacamento en la provincia de Luzón, en un distrito olvidado desde los tiempos de la conquista, al que ni siquiera habían llegado los jesuitas. Su misión era patrullar una extensión de selva y monte, una serie de aldeas en las que, se sospechaba, se ocultaban combatientes katipuneros. Pero ese pedazo de tierra, tan pequeño, pensarían algunos al verlo en un mapa, se transformaba en un bosque infinito, un océano de hojas y sombra. Al poco de llegar a su destino, el oficial al mando del destacamento murió de unas fiebres. No era nada extraño, todos los soldados del batallón estaban enfermos en todo momento. Algunos resistían, otros no. Pero a pesar de no tener oficial, el destacamento continuó con su misión. Al llegar a una aldea reunían a los hombres, les preguntaban por los katipuneros. Si no sabían nada, se ejecutaba a un par, se golpeaba a otros. Si seguían sin saber, se prendía fuego a un par de casas. Entonces los campesinos les ofrecían dinero, gallinas, sus reservas de arroz. Los soldados lo tomaban todo y seguían adelante, hacia la siguiente aldea. De vez en cuando se llevaban también a una muchachita. Para amenizar la marcha.

Al cabo de unos días se internaron por un sendero de montaña, lo siguieron hasta que se diluyó en la selva. No lo sabían, pero ya no se encontraban en esa cuadrícula de mapa que se les había asignado en Manila. Ya no estaban en ninguna parte. Llegaron a un pueblo en un valle estrecho, pero en éste los recibieron a tiros. Hasta les arrojaron viejas azagayas, flechas. Dispararon contra las casas, hasta que se hizo el silencio. La bruma de los rifles, y el humo de los maderos en llamas, ocultó la realidad febril. El bisabuelo paseó entre los restos del poblacho, abstraído, mientras sus compañeros rapiñaban. Se encontró, de pronto, en las escalinatas de un templete. Una cabaña de techo picudo, con demonios de ojos saltones y colmillos retorcidos guardando la entrada. Escuchó un murmullo, en el interior. Susurros. Entró, con la bayoneta dispuesta como si fuese una navaja, pero no encontró más que a un viejo, su cara ancha y arrugada adornada con pigmentos rojos, sinuosas líneas negras. Un brujo. Mi bisabuelo había aprendido a chapurrear tagalo, en ese tiempo. Le dijo al viejo que iba a morir, pero éste empezó a suplicar. Le dijo que era un hombre sabio, que si le perdonaba la vida lo haría inmortal. Nunca envejecería, sería siempre joven. Era sencillo. El bisabuelo rió, se deshizo en carcajadas, pero al cabo hizo callar al brujo, y juntos se arremolinaron en las sombras del santuario, hasta que las voces de los soldados se perdieron en lo profundo del valle.

El ritual es, verdaderamente, simple. En la primera luna nueva del mes, hay que vestirse con la piel de un animal. No importa la especie, siempre que sea un carnívoro. Entonces se cubre el cuerpo con la pintura ritual, los símbolos en los que vive el espíritu de la caza. Hay que comer un cierto hongo subterráneo, de sabor agrio. Y entonces se debe buscar a una presa. Un ser humano. Poco a poco, el cuerpo se transforma cada primera luna nueva del mes. Es el cambio. La bestia toma el control del hombre, y éste se regenera con la ingesta de carne. A su regreso a España, perdida la guerra, buscó una mujer con la que formar una familia. Quería hijos a los que enseñar el cambio, y una casa en la sierra, donde poder vivir a su modo. Para siempre. Así nacieron mis abuelos, y cuando hubo cumplido su propósito sagrado, mi bisabuela fue sacrificada. Se unió al fundador del Clan, fue parte de él. Mis abuelos repitieron el proceso, y así hasta llegar a mí y mis hermanos. Al llegar a cierta edad, cada miembro del Clan inicia el cambio, y el tiempo se detiene para él. Mi bisabuelo, más de un siglo después, sigue teniendo el mismo aspecto que el día en que se tomó esta foto.  

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