Llegamos con retraso. Te habías empeñado en pintarte las uñas, «Qué amarillentas, me las voy a pintar, de fucsia». A las once y treinta y ocho nos sentamos en unas sillas tapizadas de gris, almohadilladas, inofensivas; nos levantamos a las once y cincuenta y tres con el cuerpo tenso y la mente temblorosa, como si las sillas hubiesen descargado miles de voltios desde su afelpado asiento. Te agarré de la mano, me saltó a la vista el fucsia. Me alegro de que te hubieses empeñado en pintártelas, esa frivolidad fue la última que te pudiste permitir.
Al entrar en la sala había sentido un pinchazo en el pecho: a tu doctor le acompañaban otros dos. Detuvieron sus confidencias al vernos. Nos observaron durante un instante. ¿Qué miraban? Yo vi las siluetas limpiamente recortadas contra el cielo que se extendía tras la ventana, mientras los rostros, como reflejados por un espejo empañado, se desdibujaban ante el rotundo azul. Como dos realidades, ¿sabes? No sé por qué pensé en Dalí y en que faltaba un reloj. Lo encontré en la pared, a mi izquierda, casi encima de la cabeza. Me atemorizó.
Aún ahora, frente a tu nicho, me cuesta creer que perdimos la batalla. Me hubiese cambiado por tí. He vivido más, al menos en número de años, no sé si en emociones. Y esto me lleva a otro tema.
¿Quién es él? No he entrado en tu habitación hasta ayer. En el cajón de la mesa de estudio descubrí el juego de fotos de una de esas máquinas; asomó entre bolígrafos, unas de gafas de sol baratas y el iPod. Tú sonreías a la cámara, él te miraba con intensidad; ponías morritos mientras él sacaba la lengua; tú le mirabas de reojo, él se aproximaba para besarte; en la siguiente, te abarcaba desde atrás con las manos tensas, sujetándote para que no escaparas…, desaparecieras…, cómo si supiera. Él es negro. Tal vez por eso no nos dijiste nada. Qué boba. No sé cómo avisarle, no conozco su nombre. Lo imagino enviándote mensajes; llamándote al móvil olvidado en una habitación esterilizada. Sin saber. O tal vez le advertiste, y me preocupo sin motivo. Aun así, de un día para otro no sabe nada de ti. No estuvo en el entierro. Hablé con Paula, no lo conoce, no es compañero de la universidad. ¿Quién es? ¿De dónde salió?
Al bajar del taxi, me lo tropiezo. No tengo duda, es él, las fotos perduran en mi memoria. Él, al verme, comprende. Tú y yo nos parecíamos, de haber llegado a mis años serías como yo, porque como yo eras a los veintiuno. Quizá por eso siento que también yo he muerto.
Tiene tu móvil, destaca sobre la palma rosada. Habla un pésimo español, a duras penas entiendo que grabaste un vídeo y querías que me lo trajera en persona.
Su oscuridad destaca en el butacón beige. Se me hace extraño verle ahí, en el mismo asiento que ocupabas hace unas semanas. Combina balbuceos en español con un francés tórrido. Es alto, flaco, tiene dedos largos, uñas sucias y la mirada humilde de un cachorro. Me da vergüenza ver el vídeo delante de él. ¿Y si le hablo claro? «Levanta, me incomoda verte ahí. No sé por qué, pero preferiría no haberte conocido». Pero tú no quieres eso, claro.
Palpo tu móvil, las manos se humedecen como si llorasen, una sensación fría se extiende por las yemas de los dedos. Me cuesta varios intentos abrir el vídeo. Creo que es la última habitación que ocupaste, está en tinieblas, pero distingo tu rostro. Sin embargo, tu voz no es como la recuerdo, no sé si porque la empaña la emoción, o la muerte.
—Mamá, papá, os presento a mi novio, se llama Amir. No tiene a nadie. No tiene dinero. Esta tarde le han requisado las gafas que vende. Papá, dale trabajo en la tienda, o que lo haga el tío en el bar. Es de fiar y muy listo. Y tú, mamá, cuídale. Lo que se deje cuidar porque tiene su orgullo. Tengo que deciros algo más…Fue el médico joven, el último, el que lo averiguó. Le dije que yo os lo diría, pero no he tenido ánimo. No culpéis a Amir, él no lo sabía. Aún no está enfermo, puede que no desarrolle la enfermedad. O puede que sí y necesitará vuestra ayuda. Os quiero. Mucho.
Aparto la vista del teléfono sin comprender aún. Has ocupado mi retina resucitada por los píxeles y ahora te paralizas y te disuelves en mis lágrimas como uno de esos comprimidos efervescentes que tomabas para la fiebre.
—Así que fuiste tú.
Amir se incorpora cuando yo lo hago. Le aporreo el pecho como si llamase a una puerta. Grito. Él se mantiene firme, acorazado ante mi rabia, pero le traiciona el temblor en las comisuras de los labios, los ojos oscuros hundidos en lágrimas. Lo golpeo hasta que me agoto.
Me ayuda a sentarme, se arrodilla y apoya la cabeza en mis piernas, me ofrece el cuello con mansedumbre, como lo haría un mártir.
FIN
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