Nos dejas creer que nos crees. Y nos miras con esos ojazos tuyos de niña lista, de la niña de tres años que acompañaba a su padre a la barbería para mostrar a la atónita concurrencia cómo leías el diario, cómo habías aprendido a leer sin que nadie te enseñara. Y nos dices que sí, que en casa acabarás de ponerte bien y te llevamos a casa porque ya no hay nada que hacer, pero sí, en casa te pondrás del todo bien. Y ahora recorremos el pasillo de tu casa, esa casa que nunca te gustó, que no tiene un balcón donde sentarte un poco al sol, que rehiciste mil veces por ver si crecía en metros pero no. Caminamos despacito por el pasillo de casa, tantas veces repasado de rodillas por ti, adoradora del dios del brillo, pero ahora con pasitos muy cortos porque tú, la madre incansable, te cansas, pero andamos porque también te cansa la cama y te cansa el sofá. Quién lo iba a decir con sesenta y dos recién cumplidos, te disculpas;  y la pena me come por dentro pero nunca delante de ti, nunca delante de ti. Y quiero alimentar tus poquitas fuerzas a través de mis manos que te sujetan y te acarician al tiempo. Y luego, mientras velo tu sueño narcotizado, comienzo un enorme cuadro de punto de cruz con la ingenua esperanza de remendar tu páncreas deshecho con cada puntada, por si funciona la magia de sujetarte a la vida hasta que esté acabado. Y me llamas, asustada, porque otra vez aparece la mosca negra y grande que sólo tú ves. Y aprieto tu mano que tantas veces apretó la mía para decirte que estoy aquí contigo y ninguna mosca negra y grande va a hacerte daño y te cuento noticias inventadas para espantar de tu cabeza esa mosca maldita. Y te propongo jugar a algún juego de cartas en el que tú siempre ganabas y no me dices que no, me dices que más tarde que ahora no sabes ni en qué día vives, que debe de ser por la medicación;  y me detesto mil veces por recordarte, sin querer, a la de antes, a la mujer de cerebro privilegiado que le sumaba las cuentas kilométricas al tendero antes que él, aún viendo los números del revés, pero no ahora, ahora ya no. Y sueño con llevarte a una casa de las que se ven en las películas, con jardín florido y una hamaca muy cómoda donde, tapadita con una manta ligera, tomes un poco de sol.  Porque los treinta y dos escalones que separan tu casa de la calle, tantas veces subidos, tantas veces bajados, cargada de bolsas, de hijas, de nietos, se han convertido en un abismo que se abre a tus pies y tú añoras tomar un poco de sol, o soy yo la que cree que el aire y el sol te vendrían bien. Y ahora te dejas arreglar el pelo por la hermana mayor, venga, mamá, vamos a empezar a ponerte guapa, que te estás abandonando y eso no puede ser. Y las hijas te acicalamos como a una muñeca grandota, destartalada y queridísima. Y tú sonríes por encima del dolor cuando te decimos lo guapa que estás. Y te dejas arreglar las uñas y te convencemos de que tus manos, que nunca te gustaron por regordetas y deformadas de tanto trabajo, están muy bonitas, y las miras, adelgazadas  y pálidas y nos dices que sí, que ahora están mejor y que el color del esmalte es precioso. Y te ponemos la música que te gusta pero tú te vas desvaneciendo y yo te masajeo los pies por si te sirve de algún alivio y tú nos dejas hacer pero tu mente se aleja. 

Y en la noche en que se acaba tu dolor, en que vigilo tu sueño final, lloro despacio, en silencio, sin miedo a entristecerte, lloro por todo lo que te quedó por vivir, por todo lo que no pude darte, pero no hubo tiempo;  y rozo tu mano fría y recorro la finísima piel de tu rostro. Y me desespero. Y me ahoga el desconsuelo. Y envidio la resignación de los que creen en esos falsarios proveedores de boletos de la tómbola del reino de los cielos.

Hoy, tantos años después, en la casa que compré pensando en ti cuando ya no era tiempo, arrellanada en la hamaca, cubierta por una manta liviana en este invierno primaveral, extiendo mis manos hacia ti, por si, absurdamente, los vendedores del humo de la vida eterna tuvieran razón.

 FIN

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