UN NAUFRAGIO, CUATRO ÓLEOS, UNA VIDA.

UN NAUFRAGIO, CUATRO ÓLEOS, UNA VIDA.

El barco se hunde por la proa en el horizonte, su obra viva asoma coloreada en rojo de garanza oscuro. La chimenea porta el estandarte vencido de la compañía naviera Sáinz de Incháustegui. Banderas de socorro avisan de vía de agua: azul con banda blanca y gallardete de franjas, blanca y bermellón. Pinceladas largas baten la cubierta y amenazan un grupo de personas en el inclinado puente de popa. El cielo gris marfil, blanco de plata y azul manganeso, difuminado con trementina,  tiñe la espantosa galerna.

Un bosque de olas gruesas, desordenadas,  de crestas peinadas y estiradas por ráfagas, agita la superficie con fuerza diez en la escala de Beaufort. Capas densas con blanco de titanio y grises azulados cubren la mar y apenas descubren notas de verde ultramar y azul de Prusia. El temporal es duro, invernal, con vientos de más de cien kilómetros por hora.

En primer plano, una lancha salvavidas de casco negro de Marte, resalta sobre el bar batido y se escora a babor por una ola tremenda. Navega en ceñida, con el foque limado por el viento. El agua espumada inunda su bañera y el blanco amarillento de la quilla sobresale, escapando  del marco. Al timón, el primer oficial destaca con impermeable y gorro Remitger en amarillo de cromo. Detrás se apiñan unas siluetas, sólo esbozadas de negro transparente.

Los cuadros del naufragio siempre han estado en el paisaje familiar: en casa de mis abuelos, de mis padres y ahora en la mía. Nunca me había parado a observarlos detenidamente, tampoco sabía su historia: ¿dónde ocurrió?, ¿y el papel de mi abuelo?, ¿por qué se hundió?, ¿cuál era el nombre del barco?, ¿falleció alguien?…

Durante más de ochenta años no ha emergido esta historia. La nostalgia y el milagro de Internet han podido reconstruir esos momentos terribles.

El Delfina, un vapor carguero de tres mil  toneladas de registro bruto construido en 1921, se dirigía en lastre al canal de Brístol para cargar carbón con destino a Italia. La tragedia sucedió en la madrugada del dieciséis de diciembre de 1928, en los arrecifes Skerries de la isla de Man, Inglaterra. Horacio Menchaca, mi abuelo, era el primer oficial y fue quien realizó la evacuación.

En el bote de salvamento sólo cabían diecisiete personas, el resto de la tripulación quedó a la espera del segundo viaje, mientras su nave se hundía por momentos. Los primeros tripulantes rescatados del Delfina arribaron al barco de auxilio, el vapor británico Huntsman. Para recoger al resto de compañeros, mi abuelo reclamó voluntarios, pero nadie se atrevió a volver, pues temían el hundimiento que atraparía con la succión a cualquier barco cercano.

En un impulso heroico y generoso, marineros ingleses le acompañaron en la arriesgada maniobra. La aproximación se realizó a sotavento por la aleta de estribor, a  riesgo de astillarse  contra el acero en cada ola. La lluvia racheada cegaba  la vista. Frío, pánico, gritos de mando entre el rugir del oleaje. Uno a uno abandonan el buque agonizante, hasta que finalmente nadie queda a bordo. Regreso con velas a un largo y timón firme. La tensión descargó en abrazos, lloros, agradecimientos en inglés y risas aliviadas. Una última mirada desolada al Delfina, su lugar de alojamiento y trabajo. Días después llegaron a Bilbao y en unos meses mi abuelo fue ascendido a capitán, con sólo veinticinco años.

Publicación en periódico de Manchester de la noticia del naufragio y tripulación

Lágrimas de cariño y admiración brotan de mi madre al recordarlo.  También recuerda la soledad de mi abuela, Felisa Garaizar, ante esa profesión maldita de su marido: « antes fregar suelos que marino», decía.

Mi abuelo, pintó cuatro versiones: la primera está firmada en 1928, el mismo año del hundimiento; la cuarta en 1980, siendo el último cuadro que pintó en su vida. Todos son similares en composición, aunque el estilo se va depurando en precisión de las pinceladas y profundidad del color. También aprovecha para corregir algunas erratas en las señales y perfilar  mástiles y aparejos.  Un detalle curioso, el pabellón marítimo rojo y gualda de popa desaparece en la última versión. No sé la razón, pues mi abuelo no fue nacionalista vasco, aunque mi abuela sí. Tampoco los ochenta en Bilbao, eran el mejor momento de pintar banderas españolas… Su figura autorretratada al timón del velero de salvamento, cada vez aparece más nítida a medida que la edad avanza. Puede que buscase reconocimiento y memoria ante las nuevas generaciones.

Los lienzos aumentan de tamaño con el tiempo, tal vez para compensar su pérdida de visión, facilitar la inmersión del espectador o, como él mismo decía socarrón: « porque me da la gana ».  Además de estas marinas, compuso otras muchas de los grandes veleros que empezaban a desaparecer de los océanos, arrinconados por la máquina de vapor. Pero la única que repitió fue esta del naufragio, obsesionado por la terrible experiencia.

Uno de los cuadros pintados por mi abuelo sobre su propio naufragio

Las pinturas acompasaron una  vida tan apasionante como dura, como sólo las generaciones anteriores pueden escribir: rico, pobre, grumete, capitán, empresario, vendedor ambulante, encarcelado, soltero, casado, padre, abuelo, vasco, madrileño. Al final, encontró descanso y recompensa de vuelta a su tierra en Mentxakena, donde construyó una casa frente al mar. Mi infancia le recuerda aún pintando, sin entender esa mirada de melancolía ante el ventanal.

Ahora, al descubrir que fue un héroe, siento más orgullo y curiosidad por mi abuelo Horacio. Desearía tener delante de nuevo esas arrugas talladas por la brisa salada desde joven y el ancla tatuada en el Cabo de Hornos. Escuchar sus singladuras por los siete mares, oler su copa de ron, consuelo de taberna triste de los puertos. Birmania, Bombay, Río de la Plata… Tantas historias exageradas y divertidas, en idiomas incomprensibles que nos dejaban con la boca abierta. De él recibí mi afición a la pintura, los viajes, los veleros y el punto de irresponsabilidad por el futuro que también desespera a mi mujer. 

FIN

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