–  ¿El arma es suya?

–  De mi difunto marido.

–  ¿Tiene permiso de armas?

–  No, no lo tengo. Nunca pensé en usarla.

–  Sin embargo, la guardaba en la trastienda

–  Desde hace poco, antes estaba en casa. La conservo con el resto de sus cosas en un armario. En la tienda llevaba una semana más o menos.

–  ¿Había disparado antes?

–  No, nunca.

–  Pero sabe cómo funciona …

–  Tampoco es que tenga mucha ciencia. He visto a mi marido hacerlo miles de veces. Le gustaba el tiro. A mí no, de hecho lo detesto; le acompañaba por hacer algo juntos.

–  ¿Qué le llevó a cambiar la escopeta de sitio?

–  Bueno,no es que sea el mejor de los barrios y en este negocio una no puede estar del todo tranquila.

–  Sin embargo usted lo estaba, hasta hace unos días.

–  ¿A qué se refiere?

–  ¿Cuántos eran?

–  Tres que yo viera, entraron dos y otro les esperaba en el coche. No sé si habría alguno más.

–  ¿Alcanzó a ver la matrícula?

–  No, fue todo demasiado rápido. Sé que erablanco y viejo. Nada más.

Lucas no esperó a que su abuelo le diera las llaves, ya las tenía en su poder antes de pedírselas, no fuera a ser que le dijera que no y terminara por escondérselas.
Bajó corriendo los cuatro pisos de escaleras y llegó hasta el descampado de la misma forma. “¿Dónde estará aparcado?” Era sábado por la mañana, poca gente había ido a trabajar. No cabía ni un coche más.  Después de un rato maldiciendo, y recorriendo las dobles y hasta triples hileras, por fin lo encuentra. “Ahí  está, menos mal “.
 La cerradura está medio oxidada y chirría como si la llave fuera a partirse dentro. Ya sentando  en el asiento del conductor se dispone a salir. Ruido que termina ahogándose en sí mismo.

¡No me jodas! – piensa en voz alta- ¡No tiene batería!

Necesitaba que alguien empujara para qué él pudiera arrancarlo con el embrague. “¿Pero a quién llamo yo ahora? Estos hace rato que me esperan, me matarán si no llego”.

El teléfono comienza a sonar dentro del bolsillo de sus vaqueros. Es Jaime, otra vez.

-¡Qué sí, tío, que sí! ¡Qué estoy llegando! Dile a Rafa que no se ponga nervioso, que en cinco minutos estoy ahí. ¡Qué sí, qué no me ralles!- lanza el teléfono contra el asiento del copiloto.

Se baja y con la puerta abierta comienza a empujarlo con todas sus fuerzas mientras con la mano derecha gira el volante. No era tarea  fácil, para un tipo que no pesaría más de 50 kilos, la de arrastrar aquella reliquia de hierro hasta la cuesta del terraplén. Deja caer ligeramente las ruedas delanteras y se sube de un salto al coche, pisa rápido el embrague, mete la  primera y gira la llave, cada cosa en su preciso momento. Ruido de latas chocando contra otras latas pero en el último segundo antes de llegar al final de la pendienteacelera dos veces y se escucha rugir el viejo motor diesel de aquel Fiat Spider 124.
Lucas suelta una carcajada de alivio y nervios, derrapando en la primera curva antes incorporarse al asfalto.

–  Hábleme del otro, del que huyó.

–  Pues poco le puedo decir, levaba la cara cubierta.

–  ¿Los dos la llevaban,  no es verdad?

–  Sí, los dos. No puedo darle mucha más información sobre ellos, lo siento.

–  ¿Iban armados?

–  Sí, con un cuchillo.

–  ¿Los dos?

–  ¿Los dos qué?

–  Si ambos llevaban cuchillos, pregunto…

–  No los dos no. Sólo uno.

–  ¿Cuál?

–  No lo sé, el más alto.

–  El que huyó, ¿verdad?

–  Sí, ese. .

–  ¿Pudo verles la cara en algún momento?

–  No,  a ninguno.

–  Vamos, coged cada uno vuestro pasamontañas y al coche. ¿Tenéis claro todos el plan? Lucas: tú aparcas delante de la joyería y dejas el motor encendido, en cuanto salgamos, cagando ostias.  Apáñatelas como quieras pero quiero que esta chatarra vuele ¿me oyes? ¡Qué vuele! Jaime: tú te quedas en la puerta y vigilas la calle.

–  Y si viene alguien, ¿qué hago? ¿Cómo os aviso?

–  Si alguien se acerca pegas un tiro al aire- dijo sacando una pistola del bolsillo de su cazadora de cuero- luego a dar ¿entendido?

–  ¿De dónde coño has sacado esto, tío?Yo no pienso disparar a nadie- asustado abre la puerta para salir- ¡Estás loco!

Rafase lo impidió, cogiendo su  brazo con fuerza.

–   ¡Aquí no se baja ni dios! ¿Me oyes, Jaime? No te puedes echar atrás, dijiste que harías lo que hiciera falta. Así que ahora apechugas, lo que haga falta. Coge la puta pistola y compórtate como un hombre.  ¿Estamos? Cierra la puerta y tranquilito.

–  Chino,tú llevarás la bolsa, quiero que metas en ella todo lo que veas. Dinero, sortijas, relojes, collares, todo ¿Me oyes? Yo me encargo de la chica; si grita le rebano el cuello. Así que ya lo sabéis- volvió a mirar a Jaime-lo que haga falta ¿Entendido?

Todos asintieron, cada uno a su manera. Lucas puso el coche en marcha con los ojos cerrados, sabía que ahora no podía fallar. Sabía que era su última oportunidad con Rafa, si la fastidiaba otra vez le dejaría fuera y solo.

–  Entonces asegura que no se llevó la escopeta a la tienda por ninguna razón.

–  Por ninguna en particular.

–  El hecho de que entraran a robar hace dos semanas a su casa, ¿no tiene nada que ver?

–  ¿Usted como sabe eso? ¿Quién se lo ha contado?

–  Eso es lo de menos. El caso es que alguien entró en su casa hace pocos días; en vez de acudir a la comisaría y poner una denuncia, decidió coger una escopeta de caza y guardarla en la joyería.

–  No vi la necesidad de poner ninguna denuncia. ¿Para qué? Ni los van a encontrar ni voy a recuperar lo que me robaron. Además no fue para tanto. Ni mi hija ni yo estábamos en casa, gracias a dios.

–  ¿Cuántos hijos tiene?

–  Dos- silencio- tres.  Dos chicas y el pequeño.

–  ¿Viven con usted?

–  Sólo la mediana, la mayor vive con su marido y el chico hace unos meses que se fue.

–  ¿Qué se llevaron?

–  Lo típico: la televisión, el ordenador de la niña, la Termomix, poco más.

–  ¿Hicieron mucho destrozo?

–  Bueno, sí. Bastante, se ve que al no encontrar dinero…

–  ¿Suele guardar dinero en casa?

–  No, entre semana lo guardo en la caja fuerte de la joyería; los viernes lo ingreso en el banco. Antes cuando abríamos los sábados sí que lo guardaba en casa hasta el lunes pero hace meses ya que no.

–  ¿Por qué dejó de hacerlo?

–  Apenas había ventas y tenía que pagarle más  a la muchacha, no me compensaba.

–  Me refiero a  por qué dejó de llevarse el dinero a casa.

–  Mis hijas insistieron, que no era seguro. Que no había necesidad, que un día me iban a dar un susto y mire, tenían razón.

–  Vio a alguien merodeando recientemente por la tienda.

–  Siempre hay gente merodeando por la zona, mendigos, pandillas de chavales,… no estoy pendiente de cada uno que pasa.

–  ¿Entró alguien  que le haya podido resultar sospechoso?

–  ¿Sospechoso? No me he parado a pensarlo. Ahora hay  bastantes clientes, no son grandes ventas. La crisis, usted ya sabe. Pero sí se ve más gente mirando el escaparate.

Jaime que  lleva horas deambulando sin sentido por la ciudad y no supo dónde se hallaba  hasta que vio su rostro reflejado en el mismo cristal en el que había estado montando guardia tres días antes.  Le costó reconocerse, estaba muy flaco y los surcos de su frente parecían cicatrices, como si en los últimos cuatro años por su cara hubieran pasado casi veinte.

Después del atraco permaneció  cerca de 72 horas escondido. Le costó tanto encontrar un sitio donde sabersea salvo que cuando lo hizo temió abandonarlo demasiado pronto. Fue la curiosidad mezclada con la culpa lo que logró que un tipo como él, anclado en la vida nocturna, sintiera la necesidad de respirar aire fresco a plena luz del día.

Pensó en dejar la ciudad. Quizá volver a pueblo no era tan mala idea. Podía pasar allí una temporada tranquilo, lejos de los chicos, lejos de los vicios. Apenas tenía dinero pero para un billete de autobús le llegaba. Sabía que su madre se pondría contenta  de tenerle en casa de vuelta.Por muchos disgustos que le hubiera dado, ella le perdonaría, lo había hecho siempre. Sí, eso es lo que haría. Aunque lo primero era deshacerse del revólver. “Si al menos en esta ciudad hubiera un maldito río dónde lanzarlo” Y acto seguido pensó que haberlo tenido a mano, también, se hubiera tirado él. “¿Abandonarlo en cualquier lugar?” Podría hacer eso, limpiarlo bien, borrar todas las huellas y dejarlo oculto en un parque o tirarlo a un contendor. Eso es peligroso, alguien podría verle. Quién sabe si le estarían buscando y desde cuándo. Llevaba años trapicheando aunque casi siempre a pequeña escala, hasta que conoció a Rafa y se dejó deslumbrar por su ambición.

A las afueras, a no más de media hora caminando de allí había un cementerio de coches dónde más de una vez había ido con los chicos a robar piezas usadas. Eran casi las seis, y aunque los días estaban creciendo, tendría que darse prisa para llegar antes de que anocheciera del todo. Aligeró su  marcha todo lo que pudo, ahora con un plan en la cabeza era más fácil dejar de dar  pasos en falso. Durante un buen rato su ansiedad se mitigó y creyó volver a ser dueño de su vida. Lo que nunca se imaginó Jaime, nada más llegar a la primera curva desde la que se veía el desguace, era encontrarse el coche abuelo de Lucas despeñado.

“No podría haber salido bien de ninguna manera, ni con mi ayuda tampoco. Tendría que haber disuadido a Rafa, convencerle de no hacerlo. ¿Cómo he llegado a esto? ¿Cómo me he dejado arrastrar?” Menuda banda, dos yonkis y un tarado. Y él, un cobarde que al oír el primer disparo echó a correr como si no hubiera mañana. Volver al piso, como dijo Rafa, era una estupidez. Si los habían cogido, aquello estaría vigilado y si habían conseguido escapar serían los chicos los que le estuvieran esperando para darle una paliza o algo peor.

Aquel tipo estaba muy loco, la noche de antes del atraco se había presentado  en el piso con “un plan infalible”. Y tenía que ser al día siguiente. Yo no entendía nada “¿Por qué no en una del centro? Ya que nos la vamos a jugar, al menos que merezca la pena, ¿no? ¿Qué clase de joyería puede haber en ese barrio? La gente de extrarradio no compra joyas. Tú lo sabes bien Rafa, si te has criado por ahí”. “Cállate y escucha. Aquí no levantaremos sospechas, no habrá policía vigilando como en el centro  y nos será mucho más fácil abrirse. Está todo pensado, Jaime, tranquilo”. No me lo dijo, pero estoy convencido de que  necesitaba la pasta ya. No me extrañaría nada que el Rubio y los suyos le estuvieran amenazando. Así que me limité a hacerle caso y no poner nervioso al resto. Al fin y al cabo, si Rafa estaba en peligro, todos lo estábamos.

–  ¿Temió usted en algún momento por su vida o la de su empleada?

–  ¿Usted que cree?

–  Limítese a contestar, por favor.

–  Pues no sé qué quiere que le diga. Llevaban un cuchillo.

–  ¿Intentó hablar con ellos?

–  ¿Hablar con ellos? ¿De qué?

–  Convencerles de que se fueran, disuadirles.

–  Disuadirles dice. No, no hablé con ellos. No les dije ni una sola palabra.

–  ¿Dónde se encontraba usted cuando entraron?

–  En mi despacho, en la trastienda.

–  ¿Y qué la hizo a usted salir?

–  Ya han visto las cámaras, saben cómo sucedió ¡La víctima soy yo, no ellos! ¿Por qué me sigue preguntando?

–  Porque quiero que me lo cuente usted. ¿Qué sucedió, Antonia?

–  Estaba en el despacho, mirando las facturas del trimestre para el IVA. Oí gritos y salí.

–  ¿Salió directamente o hizo algo primero?

–  Cogí la escopeta y después salí.

–  Pero no miró las cámaras. ¿Cómo sabía lo que estaba pasando?

–  Lo supuse.

–  ¿Qué ve cuando abre la puerta?

–  Pues a esos dos tipos y a Carmen, mi empleada.

–  ¿Qué estaban haciendo?

–  Uno tenía a acorralada a Carmen.

–  ¿El del cuchillo?

–  Sí, ese. La tenía con las manos en alto y contra la pared.

–  ¿Y el otro?

–  El otro intentaba abrir la caja registradora, a golpes. Como no pudo, empezó a guardar en una bolsa todo lo que encontraba en la estantería.

El Chino nació la misma noche en la que su abuelo murió. Fue por eso que le pusieron de nombre Manuel  Jesús, como a él. “El nombre más bonito del mundo” decía su madre; ella la única que le llamaba así. Dicen que tardó tanto en abrir los ojos después de nacer que fue su propio padre el que le puso el mote y le hacía bastante honor porque eran tan pequeños y tenía las pestañas tan largas apenas se distinguía si los llevaba abiertos o cerrados.

“¡Qué te duermes, Chino!” seguido de una colleja era la broma continua que tenía que soportar de sus compañeros de colegio. “¡Dejadme en paz, cabrones!” respondía aguantando las lágrimas de rabia. No podía permitirse  llorar delante de aquellos energúmenos.

El pobre Chino casi siempre andaba solo, y nunca se metía con nadie. “Es tímido” decían los profesores, pero en realidad es que era callado sin más. Rara vez tenía algo que decir, y si lo hacía sabía que acto seguido se mofarían de él. Así que prefería callar y pasar cuanto más inadvertido, mejor.
Era pequeñajo y flacucho, fue el último de la clase en dar el estirón y cuando al final llegó su momento no lo hizo con muchas ganas. “Es tan poquita cosa” decían las chicas. Eso le dolía más aún que las collejas.
 Por suerte para él, nació en pleno baby boom, así que el centro de secundario del  barrio no había plazas suficientes para todos y él convenció a sus padres de que no le importaba ir a uno más lejano. Aunque tuviera que coger el autobús.

En aquel nuevo centro, que no tenía nombre de persona ilustre sino el del propio barrio periférico,  no le conocía nadie. Era una buena oportunidad para reinventarse. No la desaprovechó.
Aquel sitio tenía una ambiente más heterogéneo eran más  mil alumnos. Había chicos  y chicas de todos los colores y tamaños. Así que allí no era el más canijo ni el más feo. Se sentía mejor, era español, era blanco y no tenía ninguna minusvalía.  Comenzó a fumar en el patio a la hora del recreo y a juntarse con los repetidores. A los pocos meses se había convertido en un personaje bastante respetable, eso sí del mote no se había podido deshacer.

–  No te pega nada hacerte tanto el gallito- le decía Susana, su compañera de pupitre – Si te preocuparas más en aprender algo en vez de enqué opina la gente de ti, te iría mucho mejor.

–  ¡No me comas la cabeza, tía! – en el fondo le gustaba que Susana se preocupara por él pero nunca lo reconoció.

Un año después dejaron hasta de saludarse. El Chino cada vez tenía compañías y pintas peores. La mitad de veces que pasaba por su lado, él iba tan fumado que no  reconocía aquella chica que le decía “Vas a terminar mal, Chino”.

Susana y todo el mundo sabían que no llegaría a viejo. Sobredosis o un chute de heroína demasiado adulterada. Pero nadie llegó a imaginar que a Antonia, la joyera, no le temblaría el pulso aquella mañana en la le metió dos tiros de escopeta al Chino por la espalda antes de que él  lograra alcanzar la puerta.

–  ¿Forzaron la cerradura?

–  ¿La de la joyería? No. Siempre está abierta.

–  Me refería a la de su casa, ¿forzaron la cerradura o la tiraron abajo?

–  No sé cómo lo hicieron.

–  ¿Tenía daños la puerta?

–  No, la puerta estaba bien.

–  ¿No había nadie en casa que pudiera abrirles?

–  No, ya le dije que no afortunadamente no estábamos.

–  Entonces, ¿Cómo cree usted que lo hicieron?

–  Quizá me dejé alguna ventana abierta.

–  ¿En  un sexto piso? Complicado, ¿no?

–  Sí, aunque imposible no hay  nada.

–  El ladrón tenía llaves de su casa, Antonia. Le doy una oportunidad, antes de que se compliquen más las cosas, de qué me diga la verdad.

–  ¿Qué verdad? ¿Qué es lo que quiere usted oír?

–  Quiero saber  por qué no puso la denuncia de que le habían robado en su casa y por qué mató a ese chico en la joyería y no al que llevaba el cuchillo.

–  ¿Usted tiene hijos, comisario?

–  Sí, sí que tengo.

–  Pues usted, igual que yo sabrá, que a un hijo ni se le denuncia ni se le dispara.

FIN

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