Juno llegó con la comida que había prometido a su pareja y salió volando a por más provisiones. Adra se dispuso a  preparar los alimentos para sus retoños, y tan afanosa estaba alimentándolos, que no percibió la entrada de su vecina, quien entre lisonjearías y patrañas, se llevó los pocos alimentos que le quedaban. Angustiada, miraba a sus polluelos y cubriéndolos con sus alas, lloraba afligida por su falta de carácter. ¿Cómo se había dejado engañar de nuevo?  Se sentía impotente ante la inmensa capacidad de Jezabel —el águila arpía—  para conseguir cuanto quisiera. La mentira era la constante de su vida y la utilizaba a menudo para conseguir sus propósitos. Comprendía que era un alma amargada,   comprada, vendida y abandonada como mascota, pertenecía a otra especie y a otros lares, que echaba de menos y a los que, soñaba con volver. Tenía un don especial para  inocular a sus víctimas y engañarlas. ¡La conocía, y no era capaz de soslayar sus felonías!

 Entre lágrimas y suspiros, decidió salir a buscar comida. No era seguro que Juno volviera a tiempo y los polluelos tenían hambre. Se miró al espejo y encontró nuevas arrugas que delataban las huellas que el tiempo iba imprimiendo en su rostro. Resignada, alisó su plumaje y se dispuso a volar hasta el bosque cercano donde  tal vez encontraría  algún mamífero despistado con el que terminar el desayuno y la comida de toda la familia.

Podía dejar a sus polluelos durante un rato porque el nido estaba bien construido en la parte más escarpada del acantilado, para evitar al máximo a los depredadores; con palos y ramas de todo tipo, alcanzaba metro y medio de altura y dos de diámetro.  Habían puesto muchísimo esmero al hacerlo y tenían su hogar asegurado  ante cualquier eventualidad, aunque  no  supieron evitar  el  intrusismo de sus congéneres más cercanos.

 «¿Cómo se atreve Jezabel a vaciar mi casa, mi alma y mis sueños? Provoca  infinidad de desavenencias entre mi  pareja y yo, y todavía persiste con sus desventuradas malicias y mentiras. Mis polluelos están  soliviantados entre regalos y suculentos alimentos  que debido a su poca edad aceptan a pesar de mi oposición. No  pueden ver su verdadera intención —pensaba mientras se acicalaba—, cuanto más la perdonamos, más  incide  en su egoísmo idolatra; no comprende nuestra postura, más bien debe de pensar que somos tontos o algo parecido, o algo peor… ¿Y yo, en qué estaba pensando? ¿Cómo se lo he permitido? Tengo que buscar comida, y Jezabel aprovechará para entrar y acurrucar a mis polluelos, y mentirá para demostrar a Juno, que los he abandonado. Eso hizo el mes pasado. Él no es tonto, pero la maldad siempre termina apoderándose del alma ajena»

  Inmersa en sus pensamientos, terminó de acicalarse, y antes de tomar el vuelo, cubrió los polluelos con las ramitas frescas que habían recolectado para tal fin. Entonces vió como el último huevo estaba a punto de eclosionar. Desestimó su salida al bosque, y  arropó al embrión hasta que terminó de salir. Unas pocas lágrimas se introducían en la comisura picuda del polluelo, cuando llegó el padre con escasos pero sabrosos víveres.  Entre la algarabía de sus hijos le contó a su esposa las dificultades que había tenido para encontrar la comida debido al tiempo tan inestable y peligroso con el que se había encontrado.

  Mientras se nutrían, Adra le explicó lo que había pasado. Intentó  explicarle su sentimiento de incompetencia ante  los manejos de Jezabel. Prometía que en la próxima ocasión sería más fuerte y se enfrentaría abiertamente  a  sus manejos. Ambos sabían que era totalmente imposible conseguir dominar la situación con el dialogo.  Casi en susurros, Juno le explicó el plan que había ideado durante el vuelo de regreso a casa.

 —Es la única manera de librarnos de semejante pesadilla. Contra más razonamientos  hemos planteado, peores resultados hemos obtenido. Tenemos que ser capaces de recuperar la armonía y la paz de  nuestro hogar  —dijo Juno a su esposa.

    A la mañana siguiente, Adra se dispuso a decorar su hogar  con relucientes y ostentosos adornos;  a sus polluelos les ahuecó el plumón de tal manera que parecían nubecillas de algodón, llenó el ambiente con sus mejores y alegres  chillidos, y se disponía a colocar sobre su plumaje una diadema cuyos reflejos parecían los  rayos del sol, cuando Jezabel apareció ante sus ojos, sin llamar a la puerta, risueña  y dispuesta a conseguir  nuevos presentes. Esgrimió sus innatas habilidades y con paciencia, consiguió de la ingenua Adra  todos los detalles de la procedencia de tanto lujo, y un plano detallado de la altitud y latitud de semejante filón de riqueza.

  Con  sonrisa triunfante y su típico arrebato de egoísmo, Jezabel alzó el vuelo y se dirigió ciega de soberbia hacia el paraíso, donde por fin construiría su casa llena de comodidades y lujos. Después  volvería a recoger los polluelos de sus vecinos. «Esta pareja no se merece tener tanta suerte. Son jóvenes y alocados, sus conocimientos para criar niños son ridículos, solo piensan en divertirse,  y no prestan suficiente atención a sus obligaciones. Yo me haré cargo de ellos» pensaba la harpía mientras alcanzaba las coordenadas que le había dado Adra. Tan obtusa era su postura,  tan ofuscada estaba con sus terroríficos planes que no esquivó un remolino que se le acercaba, y la alcanzó de lleno. Con el ala rota se acurrucó entre unos riscos donde la encontraron unos halcones que la socorrieron, pero nunca más pudo volar.

    Los aguiluchos dieron paso a nuevas águilas y construyeron sus propios nidos. Juno y Adra levantaron su vuelo con alas prestadas, pero lo hicieron  felices. Se miraban y sonreían con esa expresión de asombro, e  incredulidad que les producía el encontrarse en el aire, jugando al escondite entre algodones, realizando los sueños que habían postergado desde su juventud. La sensación era agradable, y disfrutaban de su suerte. ¿Quién les iba a decir que a sus postrimerías se encontrarían con fuerza e ilusión para alzarse y conquistar el cielo?

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