Mi familia cubista

Mi familia cubista

ARP

03/01/2016

Mi familia es cubista. 

Les miro y solo veo pies en las cabezas, pies que miran al cielo, y cabezas en los pies. Son cabezas indiscretas que miran impacientes hacia el asfalto. 

Aquellos días en que organizan reuniones familiares y acabamos todos comiendo alrededor de la misma mesa, los brazos se les escapan impotentes en todas direcciones, incapaces de controlarlos. Las manos también se les escapan y los ojos desvarían, vuelan despavoridos cuando las miradas de unos y de otros entran en contacto. Entonces las miradas caen de lleno en el asfalto o en el suelo del restaurante. Lo más parecido a una de nuestras comidas familiares es El Guernica

-El de Picasso. ¿Sabes de cuál te hablo?

A mi amigo Manuel, que nunca había oído hablar de El Guernica (supuse que vendría de una familia cubista poco instruída), cuando le enseñé el cuadro y le dije que así era mi familia, estupefacto contestó:

No puede ser, Gadea.

Pero si seguro que tu familia es igual. Lo que pasa es que no quieres admitirlo. – le respondí yo. – Todas las familias son igual de cubistas que la mía.

-Mis padres tienen todo bien colocado. – replicó.

-Seguro que no. 

-Algo deben de tener en su sitio tus padres y tus…

-¡Las sonrisas!

Las sonrisas son las únicas que mis familiares mantienen en su sitio, imperturbables en mitad de la cara. Mi abuela dice que las sonrisas son garantía de educación y que siempre deben de estar bien agarradas y colocadas. Dejar marchar una sonrisa, ya sea por amor o por despiste, es una absoluta insensatez.

-Agárrala fuerte. No la dejes nunca ir. – me dijo la primera vez que nos miramos fijamente a los ojos – Y nunca te fíes de una sonrisa torcida o de un paleto roto.

El día de la boda de mi tía Pepita, le presenté a Manuel. Manuel le dio dos besos y ella los aceptó encantada. Como todos los niños de nuestra edad, Manuel no era muy proclive a sonreír, pero al encontrarse frente a frente con la demandante sonrisa de mi abuela, se sintió en la obligación de corresponder y esbozó una pequeña mueca alegre, dejando entrever sus paletos separados. Los ojos de mi abuela saltaron encolerizados, sus brazos se lanzaron, como un perro hambriento, hacia el aire, y, sus pies se descontrolaron: el derecho pisó al izquierdo y el izquierdo pisó al derecho. Todo parecía fuera de control excepto…la sonrisa. 

La sonrisa se mantuvo digna y erguida en mitad de la cara. Sólo la intensificó ligeramente y Manuel sintió como alguien le apretaba fuerte el cuello. Sentía que me ahogaban, me dijo después. Cuando me quise dar cuenta, la sonrisa de mi abuela era tan intensa que parecía que sus dientes fueran a dispararse hacia nuestras caras.

-Encantada de conocerte Manuel. – concluyó antes de marcharse. 

Y escapó con la sonrisa bien agarrada para hablar con unos primos segundos que habían venido desde Burdeos con regalos y maletas y con la sonrisa bien enmarcada. Ellos eran mejor compañía que nosotros. Yo eso ya lo sabía, pero había olvidado comentárselo a Manuel.

-En mi familia los niños no estamos bien considerados.

En esta ocasión, Manuel no se atrevió a replicar que eso no podía ser. Se limitó a asentir mientras yo le explicaba que para mi abuela, los niños practicamente no existimos hasta los dieciséis años. Los dieciséis, los diecisiete, sí son edades razonables para saber donde tiene que ir colocada una sonrisa educada y sociable, y, entonces es el momento de entablar la relación.

En la boda, Manuel conoció a casi toda mi familia. Excepto a Sonsoles, la hermana de mi padre, que lleva encerrada en una habitación desde los veinticinco por haberle regalado su sonrisa a otra mujer. Mi abuela la encerró un par de meses solamente, pero, según mi padre, Sonsoles le había cogido el gustillo a no sentirse en la obligación de corresponder sonrisas y había preferido  quedarse allí encerrada en el sexto piso de la calle Oráa. Yo fui a visitarla una vez. Por petición suya. No le gustan las relaciones pero sí pide conocer a cada miembro de la familia una vez en la vida. Mi abuela nunca le negó ese derecho, así que es tradición a los siete años ir a su piso y quedarnos parados delante de ella para que nos mire fijamente durante un rato.

En la boda Manuel también conoció a mi primo Agustín, que acababa de cumplir los dieciseis y que en tiempo record había intimado con las sonrisas de muchos miembros de la familia, en especial con la sonrisa de Pepita con la que comparte el rubio del pelo y el color anaranjado de las cejas. Nunca nadie antes en mi familia había compartido tantos atributos.   

A Manuel le cayó muy bien Rodrigo, mi primo el raro. Pese a los esfuerzos de mi abuela y de sus padres, pasados los dieciséis, Rodrigo no había sonreído en ningún acto familiar. Las malas lenguas de la familia dicen que acabará como Sonsoles. Eso o que sus padres defenderán que tiene problemas en el ámbito social. Yo no me creo nada. Recuerdo perfectamente un día que vino a casa a recoger a mi abuela y en las escaleras del portal, sonreír de refilón a mi vecina Susana. Podría jurar que estuvo al menos cinco segundos con los labios abiertos y los dientes para fuera y hasta me jugaría el pescuezo en asegurar que disfrutaba. 

Disfrutaba tanto como disfrutaba yo con Manuel, hasta el día en que me dejó bien claro que no quería volver a verme. Fue después de la boda de Pepita.

Yo le pregunté por qué, le pregunté si le había molestado algo de mi familia.  

Él sonrió. Solo sonrió. Y sonriendo se marchó. Yo entonces sentí que mis brazos se escapaban, mis pies se descontrolaban y mis ojos se estrellaban cubistas contra el asfalto, la sonrisa imperturbable viendo como se alejaba. 

Fin.

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